Mediodía de uno de los últimos día de la primavera. En el exterior la temperatura es de cuarenta y un grados y la sensación de ahogo hace que la mejor compañía sea un botellín de agua. Accedo por la puerta norte e, inmediatamente, advierto el alivio que producen los toldos curvados que no permiten que los rayos del sol abrasador lleguen al suelo. Los comerciantes con ese halo exótico que les caracteriza riegan, una vez tras otra, el suelo de cemento y gravilla en un intento baldío de apaciguar el ardor.
Alguien, hace tiempo, en algún lugar, me comentó que el día que visitara el zoco de Marrakech me daría cuenta de si había aprendido algo durante los años vividos, porque allí dentro necesitaría cuatro cosas: destreza, paciencia, convicción y dinero. Las cuatro te las proporciona el paso de los lustros.
El caminar es lento debido a la multitud que va, viene, se entrecruza, entra a las tiendas o sale de ellas con bolsas ecológicas de tela, a veces repletas de productos que acabarán sus días en el fondo de un armario o quebradas por la paupérrima calidad. «Bonjour, Buenos días, Good Morning, Ciao, Guten Morgen», es la cantinela habitual hasta el instante en que les contesto, entonces entablan una conversación con el único propósito de que acepte su invitación para pasar y ver los productos que, quiera o no, necesite o no, intentarán venderme.
Antes de entrar en el mercado, he cambiado unas decenas de euros por dírhams en la gran plaza que hay al lado (el cambio ha sido de poco más de 10 dírhams por cada euro, por lo que resulta fácil como referencia ante cualquier operación matemática). Después, he recibido un mensaje de una de mis hijas, en el que me recuerda que necesita una mochila de cuero para sus viajes habituales y pienso que este podría ser un buen sitio para adquirirla.
Tras haber recorrido un montón de callejuelas llego a la conclusión de que cualquier cosa que se pueda vender puedo encontrarla aquí. He visto cerámica, textiles, metales, condimentos, jabones con todos los aromas posibles, cueros, animales exóticos con veneno y sin él, y mucho más. Horas después y con el cuerpo cansado por el calor, el agobio de la gente y el acoso de los vendedores, decido entrar en una tienda repleta de bolsos, mochilas y sandalias.
«¿La tiene en color más oscuro? Esta me gusta ¿Cuál es su precio?Me parece excesivo, le doy la mitad, es decir 240 dirhams (24€, más o menos). No, 300 no lo vale, si quiere cerramos en 260, si no lo dejamos». Me extiende la mano, me la envuelve cuidadosamente y me despido con una sonrisa — la sonrisa que representa el placer de haber adquirido un producto casi a mitad de precio y, sobre todo, poder alardear ante mi hija de la dura negociación con el comerciante y haber tenido éxito en el toma y daca—. Una mochila con multitud de bolsillos y cremalleras que en las tiendas que frecuentamos en nuestras ciudades creo que podría costar el doble que aquí. Tras la compra, me animo y obtengo varios souvenirs para los allegados; por supuesto, con el regateo correspondiente, hasta que comienza a caer el sol y camino hasta el hotel con la satisfacción de haber aprovechado bien la jornada.
De todo lo relatado han transcurrido ya diez días y esta mañana le he entregado a Nerea la mochila, ante lo que he recibido un tremendo rapapolvos por ser despistado y no haberme fijado en que posee una casi similar, de color más claro, que compró precisamente en Marrakech, en una de sus aventuras. No me he podido resistir y le he preguntado por cuanto la adquirió. No voy a descubriros la respuesta pero sois personas intuitivas y efectivamente, habéis atinado. Yo me di media vuelta, me alejé con la autoestima resquebrajada y rumiando que siempre tiene ventaja el que juega en su casa.