15/07/2022 Las mascotas de nuestras vidas

Recuerdo cuando era niño y vivía en un pueblo de la meseta, que mis padres tenían y cuidaban de una gata con lunares irregulares, blancos y negros, que atendía al nombre de Dulce. Como todo felino, era plenamente independiente y no he memorizado momentos de juego con ella. Si que oía a mis progenitores decir que los ratones habían dejado de morar por los alrededores. Dulce no vivió muchos años; teníamos una bodega en el subsuelo que manaba agua y debíamos recogerla todas las semanas, pues se formaba una poza en uno de los laterales. Una mañana de verano apareció la gata boca arriba, flotando en el hoyo. No pudo salir y se ahogó. Nunca más volvimos a tener animales en casa.

Pasaron los años y, tanto mi compañera como yo, nunca hemos tenido intención de convivir con una mascota. Miento, tuvimos un acuario con peces tropicales que implicaron una pequeña inversión en accesorios y demasiado tiempo en labores de limpieza para tenerlo vistoso. Duró lo que tardaron en infectarse todos de una enfermedad que traía uno de ellos, tras haber adquirido multitud de medicamentos, de todos los colores y tamaños.

Ahora mis hijas tienen perro y gatos. Iranzu, la mayor, posee una perra de raza border collie a la que llama Llume y, como todas las perras pastoras, posee una inteligencia y sagacidad fuera de lo común, que la convierten en una mascota a la que acabas queriendo como creía que no volvería a hacerlo.

Nerea, la pequeña, tiene dos preciosos gatos llamados Chico y Arthur. Chico asemeja un peluche con sus colores canela y blanco, es muy mimoso, le encanta mirar por la ventana y tumbarse en medio del pasillo como si deseara que se le pidiera permiso para pasar por allí. Arthur tiene colores grises y negros que le dan el aspecto de un tigre enano. Siempre va a su aire y sus movimientos resultan extraños e impredecibles, y tan pronto está sobre la encimera de la cocina como sobre la cubierta del inodoro. Los dos eran gatos de acogida que posiblemente fueron callejeros en su día, por lo que nadie sabe que penurias habrán pasado. Cuando los veo comer pienso en el hambre que han padecido, por la velocidad a la que lo hacen, como si temieran que algo o alguien no los fuera a dejar terminar. Tampoco sabemos los accidentes que pueden haber sufrido, pues cuando cojo a Arthur por el lomo es como si la mitad de su cuerpo se desprendiera de la otra mitad o como si le faltaran partes interiores de su cuerpo.

Nunca pensé que llegaría a agradecer la compañía de esas fierecillas tal como les manifestaba a ellas a menudo. Actualmente, y sin que me oigan, debo declarar que estoy deseando que la peque haga uno de sus múltiples viajes y me deje al cuidado de los gatitos para cambiarles el agua, rellenarle los platillos de comida, limpiarles los pises y jugar con ellos largo rato para sentirme bien; es decir, como un niño.

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