El sol saldrá a las seis y veinte—anunció el encargado del campamento de jaimas, en el desierto de Merzouga, tras la actuación musical del personal bereber, poco antes de la medianoche y de preguntarme de dónde coño vendría el enorme chorro de agua que caía de la alcachofa dorada una vez duchado, sin lograr alejar del cuerpo la sensación de bochorno.
Las primeras luces del día se colaban por el ventanuco resguardado por una sencilla y frágil redecilla para obstaculizar la entrada de algún mosquito despistado. De camino a la duna más cercana, con poca ropa y los pies descalzos, me encuentro con otros turistas que pretenden, como yo, contemplar el espectáculo que supone el amanecer. La visión resulta gratificante hasta el instante en que un vozarrón anuncia que el restaurante está abierto y el desayuno a punto: huevos revueltos, bizcocho, croissants de mantequilla (reminiscencia de la época del protectorado francés), te, café y, hasta Cola Cao en su bote original.
Las maletas ya están en el autobús que nos devolverá a Marrakech a través de la cordillera del Atlas. Por la ventanilla echo un último vistazo a la zona de dunas, recordando el día de ayer y que os explicaré a continuación: uno de esos días que toda persona debería vivir al menos una vez y que no olvidaré nunca por más que el tiempo se empeñe.
Llegamos a media tarde procedentes de Ouarzazate, haciendo parada para comer cerca de la garganta del Todra, con impresionantes cañones rocosos de más de 100 metros de altura y poco más de 30 metros de ancho. Me mostraron la jaima en la que iba a pasar la noche, en la que no faltaba de nada y podría compararse a un hotel de categoría alta. Poco después, uno de los guías se me acercó y, tras ofrecerme un botellín de agua, me instó a que estuviera preparado en diez minutos para salir en dromedario hasta las imponentes dunas, a un kilómetro de allí, y poder ver la puesta de sol, como había leído en cantidad de libros de viajes.
El dromedario se llamaba Mustafa y era cojo, según el conductor había tenido una pelea de joven de la que salió con una pata rota que no se curó adecuadamente. Ello suponía que cada vez que apoyaba la extremidad rota daba un pequeño salto, totalmente desacompasado, que me provocaba un pinzamiento entre los perendengues que me hacía nombrar a todos los santos y apóstoles. Fue un kilómetro larguísimo de subidas y bajadas en el que decidí canturrear para aliviar el daño, pero resulto inútil. Resultó confortable descender de la chepa de aquella fiera, al menos por algún tiempo, para comenzar la ascensión hacia la cima del médano al que mi compañera ya había llegado con la ayuda del guía, que no quiso saber nada de mi dificultad para trepar por aquel monstruo de fina arena.
Llegué exhausto, pero volvería a hacerlo mil veces con el fin de contemplar aquello. La arena, en aquel mar de dunas en el que no se atisbaba el fin, tenía un color amarillento que, unido al silencio que embargaba los sentidos, hacía que no mereciera la pena mover uno solo de los músculos con el propósito de que nada cambiara a mi alrededor. El sol en el horizonte se iba agrandando y lo único que había entre él y yo era una a fina hilera de nubes incapaces de estropear el momento. A medida que iba escondiéndose, un color rojizo se apoderaba del contorno, alcanzando un tono coralino a mi alrededor que soy incapaz de describir por el éxtasis emocional.
Un día maravilloso que permanecerá en mi recuerdo, incluido el viaje en el dromedario cojo llamado Mustafa.