15/09/2022 Los pueblos no están vaciados

Yo también nací en uno de esos pueblos de Castilla que, como a tantos otros, les ha dado por distinguirlo con el equívoco nombre de vaciado. ¿Vaciados de qué? ¿De personas, de sucursales bancarias, de cines, de bares? Desde luego que sí, pero más bien diría que han decidido echarse una siestecilla hasta que, de nuevo, todo vuelva a florecer.

Yo también nací en uno de esos pueblos donde por la mañana, al despertar, te asomas a la ventana y contemplas una enorme alfombra verde hasta el horizonte, cuando el cereal comienza a medrar, y una suave brisa recorre tu cara como intentando decirte que eso solo ocurre allí. Donde a la leche del desayuno debes quitarle la consistente nata que después extenderás sobre una rebanada de pan de hogaza con una pizca de azúcar, porque no hay nada más auténtico. Donde cualquier cosa que comes conserva el sabor original porque se ha trabajado con cariño y se ha recolectado en el momento apropiado. Donde al caer la noche solo se escuchan dos sonidos: el croar de las ranas que habitan en la laguna cercana y el cri-cri de los grillos que van de cortejo. Donde las estrellas se muestran con más fulgor y en más cantidad, quizás porque sus gentes se lo merecen.

Yo también nací en uno de esos pueblos en los que ahora, desde primera hora de la mañana hasta última de la tarde, puedes recorrerlo sin apenas cruzarte con más de una docena de personas— son los irreductibles ante una situación crítica, que intuyen que aún no han disfrutado de muchos momentos de felicidad porque aún no les han tocado…Pero que no tardarán en llegar—.

Uno de esos pueblos en que la cercanía del verano representa el retorno de muchos de los que se fueron, para fundirse en abrazos con los residentes y contarse mil historias surgidas acá y allá, volviendo a ser la localidad que durante décadas fue; es decir, en ebullición y donde puedes encontrar una persona cada veinte metros.

Un pueblo, también hay que decirlo, donde algunos años se observa cómo los alrededores sufren los intensos fuegos de la época estival, abandonados por políticos que, pudiendo dar solución al problema, pasan de ellos como de la porquería. Y es que ya sabemos que donde no hay votos, no puedes esperar nada bueno de ellos. Esto también cambiará el día en que comience el retorno, o los jóvenes consideren que pueden desarrollar proyectos de vida que merezcan la pena.

Por todo lo expuesto y por mucho más que ahora no se me ocurre, y como odio el sobrenombre colocado a mi pueblo, he decidido cambiárselo por otro: la España preñada, porque esos pueblos están cargados de una esperanza que, más pronto que tarde, tiene que emerger como lo hace el cetáceo para tomar aire y volver a reemprender la marcha. Y no olvidemos que todos somos pueblo, más grande o más pequeño, por eso lo añoramos y necesitamos.

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