Nunca había visto algo parecido. Cuando llegas por primera vez a una ciudad que desconoces, esperas que las cosas estén en su sitio, que todo transcurra con normalidad, que el comportamiento de sus habitantes sea como en el resto de lugares que has visitado y que no encuentres problemas en el día a día. Todo ello, guardando las debidas distancias culturales, religiosas y hasta climáticas.
El primer día, tras salir del hotel y llegar a la plaza principal, me encontré con un anciano que tocaba el pungi con estrépito y, a su lado, una cobra levantaba la cabeza con parsimonia, sin acompasar sus movimientos con la música ratonera e inarmónica; mientras tanto, un segundo viejo con una chilaba raída acercaba un sombrero de paja a cada persona que se acercaba con el propósito de obtener algunas monedas.
Cansado y agobiado, tanto por el insufrible calor como por el acoso de los vendedores de todo pelo, abandoné el lugar caminando hacia una mezquita cercana con una torre similar a la Giralda de Sevilla, aunque con cien metros menos de altura. Para llegar hasta allí, atravesé la zona destinada a los coches de caballos con su aroma característico y un paso de peatones regulado por semáforo—léase tal como lo escribo, en singular, pues solo existía en una de las aceras, donde reinaba un caos controlado que producía dolores de cabeza—. Era indiferente el color que tuviera el disco; cientos de motocicletas, decenas de taxis amarillos y menos coches privados atravesaban el paso, sorteando como buenamente podían— y lo lograban— a los intrépidos peatones que osaban cruzar al otro lado. La primera vez que lo intenté, volví sobre mis pasos hasta comprobar como otras personas lo hacían sin preocupación. Aprendí que la cuestión era pasar como si no ocurriera nada, Ellos se encargaban de no arrollarte, y lo cojonudo es que tenían tal destreza que iban sorteando todo lo que veían. En una semana no presencié ni un solo accidente o atropello, impresionante y digno de estudio.
Un poco más adelante, en una larga y ancha avenida, un motorista perdió el casco que llevaba mal amarrado y que fue dando botes hasta frenarse en medio de la calzada. El motorista se detuvo, dejando la moto tirada, y volvió sin prisa a por él. Mientras tanto, todo el transito permanecía detenido ante la mirada impertérrita de dos agentes municipales que intentaban aplacar el calor dentro de la furgoneta.
En la parte trasera del hotel, al aire libre, había una cafetería y un restaurante donde pocas veces se encontraba una mesa libre, sobre todo en las horas en que la temperatura permitía a los residentes salir de sus casas y encontrarse con los demás. Sorprendentemente, en un país donde el alcohol es ilícito, en casi todas las mesas había cervezas y cubiteras con botellas de vino. Podéis pensar que quizá fueran personas extranjeras, pero los únicos que no hablábamos árabe éramos los del grupo español. Ahora bien, teníamos totalmente prohibido tomar fotografías o sacar vídeos si no queríamos meternos en líos, como le ocurrió a Julia, una componente del grupo. No les interesaba que alguien los viera saltándose la ley.