Un servidor va cumpliendo castañas y desde que hice mi primer viaje al extranjero a los dieciocho años hasta hoy, puedo decir que la lista no ha dejado de crecer y es bastante extensa, no tanto en número de países como en cantidad de veces en cada uno de ellos. Y es que no hay cosa más agradable que conocer diferentes culturas; admirar la arquitectura que hemos heredado durante siglos; arrobarse ante pinturas, esculturas o cualquier manifestación artística; así como perderse por recónditos rincones y comunicarse con las gentes del lugar. En pocas palabras, los viajes son cursos acelerados de cómo se debe caminar por la vida.
Entre las cuestiones que siempre están presentes, hay una que en estos últimos años se ha hecho palpable y no acabo de explicarme el porqué. Me refiero a la calidad de los hoteles del resto de países europeos. Tengo por norma alojarme, siempre que es posible— ya que hago mucho hincapié en las ubicaciones—, en hoteles de cuatro estrellas y, a veces, de tres. Sinceramente, dentro de la península no he visto ningún problema: casi todos con doble acristalamiento, medidas aceptables, limpieza, colchones firmes, almohadas tersas, suficientes útiles de higiene, desayunos bufé esplendidos… Es decir, aceptable en la mayoría de los casos.
Pero claro, cuando voy más allá de los Pirineos me percato de que por el camino se va perdiendo alguna que otra estrella, hasta el punto de que, generalmente, compruebo que uno de aquí con cuatro estrellas allí se convierte en tres, y el de tres baja el listón, por lo menos, a dos. Si lo analizamos al detalle con las características que antes he nombrado, podemos hablar de estrella y pico.
Para que no me tachéis de alarmista, quiero explicaros cómo era el hotel de París en el que contraté una habitación doble hace menos de quince días (algo similar a lo que me encontré también en Bruselas). Estaba ubicado a dos manzanas de la place de la Nation— conozco bien la capital y sé que no es zona conflictiva—y a cincuenta metros de una estación de metro. La entrada ya me pareció algo cutre para tratarse de un tres estrellas, aunque de eso tampoco puedes fiarte. Me fijé en el reguero seco de un líquido oscuro sobre la moqueta, que iba desde la recepción hasta el ascensor y que sugería una incorrecta limpieza. La puerta de la habitación, tras girar dos veces la llave, se empeñaba en no abrir hasta que lo logré dando un golpe sordo con el hombro. Solo disponía de un lugar para apoyar la maleta; la otra tuvo que conformarse con el suelo, pues las baldas del armario eran demasiado estrechas. Cama matrimonial con una mesillita de noche en un extremo; en el otro no había espacio y la cama casi rozaba la pared. Por supuesto, la televisión no funcionaba así que supuse que sería a causa del cable de la antena y tiré de él para comprobarlo, hasta ver que estaba pelado y no tenía pinta de ser reciente. Lo peor de todo fue el cuarto de baño, pues para acceder a la pequeña bañera había que cerrar la puerta. Al llegar tomé una ducha rápida y al salir apoyé el pie sobre la tapa del inodoro para secarme, saliendo ésta despedida sobre una tubería gorda que, a ras de suelo, atravesaba todo el servicio. A la mañana siguiente, me recibió un paupérrimo bufé en el que ni siquiera había un triste croissant, el dulce más común en esas tierras.
Es posible que me olvide de algo, pero tampoco merece la pena desquiciarse. Además, una vez que comienzas a contar, uno a uno, los remaches de la Torre Eiffel todo se olvida, y lo que parecía una catástrofe se convierte en un aviso para próximos viajes.