El reloj de la capilla de Santullano señala la una y media de la tarde y debo dar tres vueltas por los alrededores de la cafetería de Luis para aparcar el coche y disfrutar del Martini que me prepara, desde hace años, cada fin de semana. No tengo necesidad de pedir la consumición. Al verme ocupar una mesa, me saluda con el brazo en alto y al poco rato me sirve el aperitivo. El establecimiento está abarrotado y recorro con la vista todos los recovecos como lo haría una lechuza desde su atalaya.
A mi izquierda, junto a la cristalera, una pareja de jóvenes hace cuentas sobre una cuartilla de lo que tendrán que pagar por la hipoteca del piso que quieren comprar. Cerca de ellos, en la mesa del rincón, la solitaria pelirroja con la boina carmesí sigue esperando, como de costumbre, al hombre que un día—me lo relató Luis hace meses—la dejó con la taza de café en la mano y nunca más volvió. Ahora saluda a doña María, acompañada de su cuidadora, que va camino de la mesa más cercana a la barra, y que Luis no deja que nadie más la ocupe pues ella, a diario, llega a la misma hora para tomar su vermú con una tapa de gambas. Solo sale de casa una vez al día y es para eso. También la saluda Juan, a quien llaman el soltero de oro del barrio, porque tuvo durante años un boyante negocio de papeles pintados frente al bar de Luis, y lo cerró el año pasado para vender el bajo a un chino que ha abierto una tienda donde vende de todo. Las malas lenguas dicen que está forrado y a sus sesenta años nunca ha estado casado, pero él no se rinde y, tras apurar su bebida, se acerca hasta la barra donde una señora le ha lanzado algunas miradas de soslayo. Se trata de Conchi, la dependienta de la tienda de ropa de la esquina, a la que, antes de ir a comer, le gusta charlar un ratito con Luis mientras degusta una Coca Cola. Ella tampoco tiene a nadie y no le parece mal que un hombre se le acerque con buenas intenciones. A la mesa más cercana a los servicios está sentado el padre de Conchi. Es prostático y necesita descargar a menudo, por ello elige siempre ese lugar. Cerca de él está Crescencio, hombre de avanzada edad, jubilado de la mina que no quita ojo a la pantalla del televisor donde siempre hay un programa de cocina, aunque a causa de un problema en la vista no ve las imágenes con nitidez. En el rincón más alejado, al lado del patio donde hay un vistoso jardincillo, está Valentina. Le encanta ese sitio porque no está cerca de los demás y puede disfrutar de sus dos gatitos, que siempre lleva en un trasportín. Luis, que siempre desea tener contenta a la clientela, le acerca un pequeño recipiente con agua para que los animalillos estén a gusto.
A las tres menos cuarto, con su vozarrón, Luis advierte a los pocos clientes que aún permanecen en el bar de que vayan acabando las bebidas pues a las tres se va a comer y bajará la persiana hasta media tarde. Se lo puede permitir ya que tiene la seguridad de que, al siguiente fin de semana, su lugar de trabajo volverá a convertirse en lo más parecido a una colmena.
Thanks.