De ellos se han dicho muchas cosas; o quizás debería decir que de nosotros se ha dicho de todo. Por ejemplo: son capaces de vender hielo a un esquimal; o también, son expertos en vender arena del desierto a los árabes. Y es que de los agentes comerciales podemos esperar cualquier cosa—decía una vecina a otra en la escalera donde vivo—. Créanme, no es para tanto. Como en todas las profesiones, los hay desalmados —me refiero a los que sólo piensan en la comisión y arramplan con todo lo que se les pone por delante— y, por otra parte, están los verdaderos competentes que tienen unos valores y unas líneas rojas que nunca traspasan. ¿Quién no ha temido abrir la puerta de casa a alguien que desde el otro lado se identifica como enviado de una empresa de telefonía o de una eléctrica, y que nada más oír el más leve sonido de pasos nos ofrece la fórmula de pago más asequible del mercado?
Sin ir más lejos, el otro día estaba comiendo en casa con unos invitados a los que hacía años que no veía y sonó el timbre. Abrí pensando que sería el transportista que estaba esperando desde hace días—un paquete que se había extraviado y que, horas antes, me habían comunicado que había aparecido y que procedían a la entrega—. Pero no, era un comercial que me ofrecía un aparato capaz de filtrar el agua del grifo de modo que desaparecían todas las impurezas, por lo que ahorraría una cantidad estimable en agua mineral pues no tendría necesidad de comprarla en el súper. A continuación me invitó a que lo viera con mis propios ojos, empeñándose en hacerme una demostración en ese instante. No acepté, pues tenía convidados a los que atender y me disculpé—no sé porqué tenía que hacerlo—cerrándole la puerta.
A los postres, les comenté la anécdota que sufrí, hace años, cuando le vendí una enciclopedia de los Pueblos de España a un ciego. Digo que la sufrí pues no sabéis lo que tuve que escuchar los días siguientes. Pero dejadme que os explique cómo ocurrió todo antes de que me toméis por desalmado y malévolo. Comenzaba la semana y era un día de perros con constantes aguaceros, centellas en el cielo y un viento helador. Como cada lunes me tocaba acompañar a un comercial, y decidí ir con Celes (probablemente el mejor vendedor que he preparado) hasta la localidad de Fonsagrada, donde un señor había solicitado una información detallada. Cuando llegamos al domicilio del hombre y comprobamos que era invidente, Celes se sintió algo molesto y, con buenas palabras, se despidió dirigiéndose a la esposa que nos acompañó hasta la puerta. Fue en ese instante cuando presentí algo —ignoro qué tipo de señal recibí—que me hizo dar la vuelta y sentarme junto al potencial cliente. Miré de soslayo a su mujer y vi que estaba sonriendo. Hice mi trabajo (Celes no volvió a abrir la boca y me dejó hacer) y, al final fue ella la que se ofreció a leerle en voz alta el contenido de la enciclopedia e intentar transmitirle la belleza de las sorprendentes fotografías. No puedo describiros la alegría que desprendía la mirada inanimada de aquel hombre, repitiendo una y otra vez lo agradecido que estaba por nuestra visita, explicándonos que su señora, a diario, le leía el periódico.
No tengo la sensación de haber obrado mal. Pienso que es muy estrecha la línea de separación entre una venta y una compra. Aquella fue una compra, sin duda.