15/12/2022 La rubia y el capellán

Los que seguís estos relatos desde el principio conocéis mi paso profesional —siendo casi un pipiolo—por el hotel más céntrico de Bilbao. Y no hace falta que os diga que, estando de cara al público y tratando con la cantidad de personas diferentes que por allí pasan, es normal que cada cierto tiempo se den situaciones, cuanto menos, rocambolescas.

Trabajaba por turnos y esa semana me tocó el de noche. Era finales de agosto y cuando me incorporaba a mi puesto—alrededor de la medianoche—una tormenta de verano descargaba una tremenda chaparrada que dejó desiertas las calles y llenos los portales.

Recuerdo que esa noche me acompañaba Rodolfo, el sereno que se encargaba de la centralita telefónica, de hacer las rondas y cuidar de que no hubiera excesivo ruido en las habitaciones que molestara al resto de los huéspedes. Como era fin de semana y la clientela bajaba de modo ostensible, eran suficientes dos personas: él y yo, que me ocupaba de la conserjería y la recepción.

Todo transcurría con normalidad, como era habitual. Los casilleros de las llaves estaban casi vacíos y todas las reservas asignadas; por lo tanto, esperaba una noche tranquila, e incluso pensé en echar una cabezadita en el sofá del hall.

Cerré la puerta de entrada a la una—normalmente se hacía a medianoche, pero los sábados y domingos aguantábamos algo más—. Si alguien quería entrar debía llamar al timbre. Y este sonó alrededor de las tres y media. Antes de abrir eché un vistazo a las llaves y comprobé que todas estaban en posesión de los clientes.

La pareja accedió con un efímero saludo militar del hombre. Intentaron pasar los dos por el mismo hueco de la puerta giratoria y claro, el enredo fue mayúsculo, porque ella empujaba y él bloqueaba la hoja con los zapatos. Me costó convencerlos de que lo mejor era que lo intentaran por huecos diferentes (habrán pensado que estaban cargaditos, y habrán acertado). Una vez en el interior y teniéndolos enfrente, algo me dijo que la tranquilidad tocaba a su fin. Él, unos cincuenta, poco pelo que empezaba a clarear, camisa gris de manga corta y pantalón de tergal negro. Ella, unos veinticinco, no más, rubia con tirabuzones, camiseta rosa con amplio escote, a pocos milímetros de las aureolas, una minifalda que tapaba lo justo y unos zapatos verdes con estrechos y altos tacones.

El hombre solicitó—la chica no abrió la boca—una habitación con cama matrimonial. Tomé dos impresos para anotar los datos y les pedí los documentos de identidad, Fue entonces cuando surgió el problema. Como es lógico, yo tenia que seguir unas directrices impuestas por la dirección del hotel, y había una primordial que no podía obviar: nadie podía hospedarse si no presentaba alguna documentación. Lo contrario estaba perseguido, como casi todo en aquellos años.

El hombre se negó a presentar cualquier carné, tanto el de él como el de ella. Es más, hizo la única pregunta que yo no deseaba oír: ¿Sabes quién soy yo?, y continuó sin esperar mi respuesta. Yo soy el capellán del cuartel de Garellano, y si no me asignas una habitación voy a hacerte pasar una mili imposible. Lo primero que me pasó por la cabeza fue: un capellán con una prostituta. Continuamos largo rato con la misma cantinela, él amenazándome con una mala mili y yo en mis trece. Al final ella lo agarró con fuerza del brazo y lo arrastró hacia la puerta.

Cuando me llegó el momento de recoger la cartilla militar en Garellano, años después, os juro que me acordé del dichoso capellán, pero no volví a saber de él.

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