Hace algún tiempo—tampoco mucho, quizás cinco décadas—las aerolíneas de bandera tenían por costumbre obsequiar a sus pasajeros con frugales piscolabis, que eran aceptados por la mayoría y convertían el tiempo de viaje en algo más placentero. Por desgracia, en la actualidad, desde que aparecieron las compañías aéreas de bajo coste, quedan pocas que mantengan ese hábito.
Por aquellos años—como muchos ya sabéis—trabajaba de botones en un hotel (la primera ocupación nunca se olvida). Recuerdo el trajín que a diario—más o menos a las once de la noche— producían los tres armarios metálicos sin puertas y con ruedas, repletos de pasteles pequeños. Los traían desde un prestigioso restaurante para que, a primera hora del día siguiente—antes del amanecer—, una furgoneta de Iberia los recogiera y los llevara hasta el aeropuerto, donde serían repartidos entre los viajeros del primer vuelo a la capital.
La mercancía permanecía toda la noche en los sótanos del hotel. Los currantes ya estábamos acostumbrados a ello y casi no les prestábamos atención. Vamos, que pasábamos al lado, los veíamos y, aunque nos llegase su aroma, pues como si fuesen trozos de madera. He dicho casi, porque de vez en cuando se nos iba la mano y más de uno acababa en el buche. Como comprenderéis, lo hacíamos para comprobar que el género fuese aceptable, no por otra causa. Pero claro, algo tenía que suceder… Sería impropio de la raza humana obrar con sentido común ante algo que está gritando «¡Comednos coño, comednos, ¿No veis lo buenorros que estamos?!». Y por supuesto, ocurrió.
Un día, entre la Navidad y el Año Nuevo, cuando todos nos transformamos e intentamos ser más sociables, más cariñosos y más gilipollas, bajo un aguacero constante y un frio helador que no se alejaba ni con las calderas a tope, se prendió la chispa que iba a dar lugar al incendio que estuvo en boca de todos hasta el final de las fiestas. Mi compañero Amadeo entraba a trabajar a las diez de la noche y nos relevaba a Fausto y a mí. El vestuario lo teníamos en el sótano y para llegar a él teníamos que pasar, ineludiblemente, por el pasillo donde estaban los pasteles.
Algo más tarde de la hora bajamos para cambiarnos y, fue entonces, cuando vimos una escena inverosímil: Amadeo, vestido ya con el traje de faena, estaba sentado sobre un taburete, al lado de los armarios metálicos, a la altura de la segunda balda, donde ya no quedaba ni uno. De la tercera pocos, y con la de abajo no había empezado. No hizo falta preguntarle que hacía: él se encargó de exponer las virtudes de oloress y sabores que estaba disfrutando, y nos dijo que si no nos animábamos a hacer lo mismo significaría que no teníamos pelotas, pero claro…Teníamos huevos para eso y más. Así que nos pusimos cómodos y comenzamos la labor. Estaban muy buenos; quizás un poco pesados al final. No dejamos ni uno, y os puedo asegurar que en ningún momento pensamos en los madrugadores viajeros.
Al día siguiente, repetía turno e intuía que algo iba a pasar. Nada más comenzar, mi superior me indicó que habían despedido a Amadeo. Fausto libraba y a mí me esperaba el director en su despacho. No obstante, mi jefe me avisó de que iba a despedirme, por lo que debía llorarle y convencerle de que me encantaba mi trabajo y que aquello no volvería a suceder. Tal como me dijo, ocurrió. Desde entonces fui un buen chico, e incluso me promocionaron unos meses después.