Unos días atrás pude leer un par de noticias en la prensa que me hicieron reflexionar, para llegar a la conclusión de que el final de nuestros días—el de todos—está cerca, por no decir que puede llegar mañana.
Por ello, decidí despedirme de lo más querido. Aproveché el viaje mensual a Bilbao para decir adiós a familiares y amigos con abrazos más fuertes de lo normal, proliferación de besos y algún que otro pico. Después fui hasta la residencia donde mi madre estaba disfrutando del juego del bingo y casi no me prestó atención, pero también se extrañó de mi efusividad. Todo lo hice en silencio, sin desvelar el porqué. Ya se percatarán cuando ocurra, si les da tiempo.
Una de las noticias decía que se habían recibido cartas bomba en las Embajada de los Estados Unidos y de Ucrania en Madrid, en un Centro de Satélites de Torrejón, en el Ministerio de Defensa, y otros que ahora no recuerdo. Pocos días después leo que la Agencia Central de Inteligencia—la CIA de siempre—tenía indicios de que los Servicios Secretos de Rusia—la antigua KGB—andaban detrás de los envíos. En ese momento ya empecé a pensar que algo podía ocurrir. Si empezaban el juego de «has sido tú; que no, que yo no he sido y creo que has sido tú», y conociendo cómo se las gastan tanto unos como los otros—recordad lo que han invadido en las últimas décadas—, es para esperar lo peor. Pero la guinda apareció una semana después: Pompeyo, un enterrador jubilado de 74 años habia sido detenido en Miranda de Ebro como presunto autor del envío de las cartas explosivas. Tiene tela la cosa.
La otra noticia, no menos rocambolesca, indicaba que la fabricación de una treintena de trenes, para circular por las comunidades norteñas del país, se había paralizado porque las medidas de los convoyes no cumplirían los sistemas de seguridad. Es decir, que a alguien se le olvidó medir los túneles. Tambien tiene huevos la cosa. Por lo tanto, ya se sabe, otros tres o cuatro años para poder disfrutar de dichos trenes, contando con que algún lumbreras saque del cajón una cinta métrica. Pero, pensándolo mejor, quizá fuera más conveniente gastar esa millonada en fiestas populares o algo que a la gente le haga disfrutar porque, total, uno de estos días, ya sean los yanquis o los rusos, nos van a meter una ojiva a cada uno por el culo y adios muy buenas.
Con estos responsables que nos han tocado, comprenderéis que el estado de ánimo no puede ser de alivio sino de temor. Cualquier cabreo a media mañana o tras haber trincado un excelente bourbon o un abrasador vodka puede acabar con todo lo que vemos. Del mismo modo, también podemos perecer en el interior de los túneles, empotrados entre rocas, sin posibilidad de salir. Solo es necesario que alguien prenda la mecha.
Lo peor de todo es que yo sé quien tiene el mechero para prenderla, y está pensando el instante propicio: es un señor de la provincia de Huelva, que espera todos los días el autobús a las ocho y media para llegar a su lugar de trabajo a las nueve, hace horas extras que su empleador no le paga, tiene mujer y dos hijos que van a un colegio concertado, come paella de verduras cada sábado y los domingos disfruta viendo al equipo de sus amores en la televisión.