Tiene la apariencia de un banco cualquiera, de esos que vemos en los parques, las plazas o los miradores. Pintado por enésima vez de color marrón oscuro y las patas churriguerescas en negro. Le falta, como a muchos de ellos, un listón en el asiento y otro en el respaldo. Aún así, cumple con su función de ofrecer descanso. No está en un lugar estratégico; algún alcalde—hace algunas legislaturas— dio orden de colocarlo frente a mis ventanas, al lado de un jardincillo y muy cerca de la repisa de la parada del autobús. Durante años ha soportado el peso, cansancio y tedio de multitud de personas, sin haber protestado nunca, excepto para solicitar una mano de pintura cada primavera.
Un empleado municipal de limpieza, tras recoger algunas colillas, llega a su altura y se detiene expectante ante el ramo de flores que alguien colocó hace unos días en una de sus esquinas, introduciendo los tallos en una de las ranuras. Las flores están marchitas pero todavía conservan cierta prestancia. Mira a sus lados como si temiera obrar mal al retirarlas y que algún transeúnte le llamara la atención. Se acerca un poco más y coge una pequeña cartulina, escrita por una de sus caras, que está sujeta al ramillete con un imperdible. La lee y vuelve a prenderla como estaba; después se persigna y empuja su carrito hasta la siguiente papelera. El barrendero ignora las historias que se han desarrollado alrededor del banco durante el último año.
Un día de temperatura agradable—yo los descubrí un mediodía— coincidieron en él tres ancianos que, desde ese instante, jamás faltaron a su cita. Hasta hace una semana. El más longevo, con ochenta y dos años, se llamaba Rodolfo. Siempre vestía una gorra con amplia visera y el escudo del Real Madrid grabado en ella. El más joven, cuyo nombre era Gustavo, había vivido setenta y seis otoños; era espigado como un junco y se había dedicado a la ganadería toda su vida. Jacinto, el tercero, era el único de los tres que aún conservaba una blanquecina melena que ataba sobre la nuca con una goma; era virolo e intentaba disimularlo con gafas de anchos cristales.
Los tres tenían el mismo problema de sordera que les hacía hablar casi a voces, por lo que quien pasara a su lado o se asomase a los balcones cercanos, les oiría todas las conversaciones. Imposible olvidar aquel sábado en que Rodolfo les propuso ir esa noche deputis. Jacinto le dijo que no estaban para tirar el dinero, y Gustavo le recordó que aquello hacía años que no reaccionaba y andaba a su aire. El más viejales se levantó la gorra y sacó una bolsita con unas grajeas azules que mostró a los demás, entre risotadas. Desconozco como acabó la fiesta pero, oyéndoles como se animaban, seguro que fue épica.
Mi favorito, por sus maneras, era Jacinto. Todos los días llegaba el primero y extraía un antiguo discman de una mochila, al que enganchaba dos pequeños altavoces que distorsionaban la música y la voz del cantante, aunque eso daba igual. Cuando llegaban los otros ya tenía montado el chiringuito y comenzaban su gimnasia diaria, que no era otra que algunos bailoteos. Sólo tenía un disco, y éste únicamente una melodía: “All my Loving”, de Los Manolos. Así, dia tras día. Tan pronto se contoneaban sin ritmo, cada uno por una parte, como se agarraban y se movían con lentitud. Verdaderamente, eran un espectáculo que tenía cautivados a los que vivíamos por las inmediaciones.
La última vez que supe de ellos fue la pasada semana, cuando a primera hora de la mañana aparecieron Gustavo y Jacinto con un ramo de flores que abandonaron en el banco y se alejaron pesarosos. No les he vuelto a ver.