15/04/2023 El certero golpe del boxeador

Ahora vive en León; está cuidando de un tío anciano porque es el único familiar que se ha ofrecido a hacerlo; éste está muy delicado y pronto morirá, por lo que él heredará lo suficiente para vivir con holgura el resto de su vida. Me lo cuenta como si fuéramos íntimos, ante una copa de un buen Rioja, en el bar de Antón

Fue campeón de Asturias de peso mosca a finales de la década de los ochenta. Coincidimos en diversos trabajos para el Ayuntamiento de Las Regueras—concejo cercano a Oviedo—, hará unos cinco años. Vivía con su mujer y sus hijos en una aldea cercana donde, cada mañana, lo recogía Narciso para llegar juntos a la nave donde el equipo de siete personas nos cambiábamos para salir al tajo.

José María—que así se llamaba—, nos saludaba con cordialidad, elevando el sombrero negro que siempre vestía, y encendía el primer cigarrillo del día. A menudo se le escapaba alguna frase en francés porque vivió allí algún tiempo. Cuando cogía la desbrozadora había que tener cuidado, pues se concentraba en ello de tal manera que no se percataba de que podía haber personas cerca, lo que representaba un problema. A veces se le iba la olla—es posible que a causa de un mal golpe en la cabeza durante sus combates—, como cuando descubrió una víbora en un camino y, sin pensarlo, la agarro y comenzó a voltearla como si fuera una honda, ante los gritos y huidas despavoridas del resto del grupo. La lanzó lo más lejos que pudo, pero no quedó satisfecho y se acercó donde había caído para aplastarle la cabeza de un fuerte pisotón. No temía a nada ni a nadie.

Una mañana fría de invierno, antes del amanecer, cuando en el reloj de pared sobre las taquillas donde nos cambiábamos marcaba las ocho, ya estábamos preparados para ir a limpiar parte del Camino de Santiago, a pocos kilómetros de allí. En la camioneta que nos trasladaría estaban todas las máquinas, pero alguien dijo en voz alta: «Qué raro, José María y Narciso no han llegado y nunca se retrasan», y otro matizó señalando: «Hace rato que las luces de aquel coche no se mueven, y creo que es el de Narciso».

Aquello era muy extraño; comenzamos las bromas de rigor con la pareja que faltaba, hasta que, de pronto, oímos con nitidez los gritos de José María pidiéndonos con reiteración que llamáramos al 112 y solicitáramos una ambulancia. Lo hice mientras corríamos hacia el vehículo que estaba detenido pero con el motor en marcha en medio de la carretera. Recostado en su asiento estaba Narciso, con los ojos casi en blanco, tiritando y un hilillo de babas escapándosele por la comisura. A su lado, el boxeador intentaba mitigar los temblores echándole por encima su chamarra de cuero.

La ambulancia llegó y los sanitarios comenzaron a ocuparse de él. Le pregunté a José María qué demonios había ocurrido, a lo que, tomándome del brazo, me respondió: «Veníamos tranquilamente, escuchando la radio, cuando al llegar a la altura del chalet grande frenó el coche y me dijo que no se encontraba bien. Eché el freno de mano por si las moscas y cuando lo miré vi que había perdido el conocimiento. Lo zarandeé pero nada indicaba que volviera en sí. Continué intentándolo dándole cachetes en la cara, pero no respondía. Comenzaba a ponerme nervioso, pues pensaba que había muerto, así que hice lo primero que se me ocurrió: le solté dos hostias, lo más fuerte que pude, en el pecho. Él tosió ligeramente y me miró, como extrañado de estar allí».

Uno de los sanitarios, antes de trasladarlo al hospital, comentó que esos golpes le habían salvado la vida.

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