Hace años que no viajaba en tren. La última vez fue en un ferrobús entre ciudades castellanas, por una vía que ya no existe y que ha dejado paso a una senda entre campos de cereal, barbechos, pantanos y carteles que indican el nombre de las estaciones que un día existieron.
Este año, para la primera etapa de mis vacaciones, he decidido tomar un tren Alvia hasta Barcelona, desde donde volaré a mi destino.
El billete indica el vagón número cinco y el asiento catorce, y accedo hasta el lugar sin ayuda. Aún no ha llegado nadie; espero no ser el único pasajero. Resultaría muy triste no ver, durante tantas horas, alegres sonrisas, muecas tristes de desaprobación, miradas sensuales, puras o perdidas.
De súbito, una mujer de mediana edad se acomoda a mi izquierda, con un niño de unos seis años que no deja de llorar y que, al cruzar nuestras miradas, se arrebuja con las faldas de ella. Desde entonces, cada vez que levanta la cabeza me mira y, al ver mi gesto circunspecto, se vuelve hacia su protectora. A través de la ventanilla veo el ajetreo del andén y cómo suben al tren cinco jóvenes disfrazados de bailarinas de ballet con unos enormes penes en la cabeza, que se sientan en las plazas posteriores a la mía. Cantan al unísono “Motomami” de Rosalía como si no hubiera nadie alrededor y despliegan una pancarta a lo largo de dos respaldos en la que se lee: “Se nos casa el Pepelu”. Cuando se han sentado, llega un hombre bajito, con gafas, repeinado y un tocho de láminas que delatan a un vendedor de maquinaria agrícola. Saluda a todos los que ve y se sitúa delante de mí. A punto de partir, sube una joven con piernas kilométricas, guapísima y vestida como se ve en las pasarelas y pocas veces en las calles. Sin duda es modelo. Es el único gremio que camina con pasos en linea recta y no en paralelo como hacemos el resto del mundo. Cierro los ojos y pienso que, junto a los que faltan por llegar, ésto promete. De un modo u otro entablaré conversación con algunos de ellos y el viaje resultará ameno y corto.
El convoy se pone en marcha y, aprovechando que es la hora del aperitivo, me acerco a la cafetería, que no está lejos. Tras una amena charla con el camarero acerca de los cambios bruscos que están surgiendo en los ferrocarriles, y que esperamos disfrutar largo tiempo, vuelvo a mi asiento y compruebo con estupor todo lo contrario a como lo imaginaba: veo a la madre del niño que mantiene una conversación telefónica, casi entre susurros, como intentando que el pequeño no la oiga. Cosa improbable pues está obnubilado matando marcianitos en otro móvil. Los de la despedida se han callado y todos, absolutamente todos, desgastan sus pulgares wasapeando sin tener en cuenta lo que ocurre alrededor. El comercial, con el teléfono en la oreja, intenta vender un aspersor a algún agricultor de vete a saber dónde; y la modelo escribe en una pequeña libreta algo que le están dictando por un móvil plateado.
Todo el mundo con el puto aparato. Como si a nadie le importase que hay una persona que quiere decir algo y oír lo que sea. Pasa el tiempo y nada cambia. Cada uno a lo suyo, es decir, a lo mismo. Decido rendirme, así que saco mi celular de la chaqueta y comienzo a jugar al Candy Crush. ¡Que les den a todos!