Hace unos días un anciano me preguntó por la hora. A raíz de ese instante, y a lo largo del resto de la mañana, me fijé en todas las personas que me cruzaba con la intención de ver cuántas llevaban reloj en la muñeca. Lo sorprendente de la observación fue que casi todos los adultos lo llevaban pero apenas lo vi en los jóvenes. No fue difícil imaginar que los móviles tienen mucha culpa y recordé un hecho que me ocurrió siendo niño.
Acababa de cumplir diez castañas—poco después de la prehistoria y años antes de la democracia, para que lo entiendan los jovencitos—, cuando comenzaron las clases de primero de bachillerato elemental en el instituto Miguel de Unamuno de Bilbao. La prueba de ingreso había resultado un éxito y mis padres pensaron que aquel logro merecía una buena recompensa. Me lo dieron el día de mi cumpleaños, con la llegada del otoño, dentro de un estuche alargado en el que que podía leerse, en letras grandes de imprenta, la marca Thermidor. Lo que más me sorprendió fue que tenía la esfera de un color azul oscuro brillante y las saetas blancas. Fue algo inesperado y la emoción me dejó paralizado. Nunca había tenido un objeto valioso y tampoco era normal, en aquellos años, que un chavalín llevase un reloj en la muñeca.
Recuerdo que ese año comenzó a refrescar pronto y mi madre (siempre encima, como todas ellas) me instó a que llevara jersey a clase. Pero claro, la manga no permitiría ver mi tesoro, por lo que decidí, aún a sabiendas de que pasaría frio, arremangarme la derecha hasta el codo. Así solucioné el imprevisto. De ese modo asistí el primer día al aula, pero no percibí que alguien se fijara en mí, a pesar de no ver ningún otro reloj. Esa misma noche ideé un plan para que mi reloj no pasara desapercibido y comenzara a rentabilizarlo. Todo esto puede parecer una chorrada pero con esa edad no se deben dejar pasar las posibilidades de ser popular.
Al día siguiente, nada más llegar al patio, me acerque a mi grupo y comencé a rascarme la frente de modo que el reloj quedaba a la altura de los ojos de todos. ¡Entonces sí! Comenzó uno y le siguieron los demás. Halagaban el color de la esfera y lo bien que se diferenciaban las manecillas. Desde fuera parecía un pavo real, con el pecho hinchado y dándomelas de importante. Por dentro me repetía que eso debía mantenerlo todo el curso.
Cada vez que el profe se giraba, algún compañero me preguntaba la hora y yo se la decía respetuosamente. Cuando se cumplía el horario y salía a jugar, a menudo debía dar la hora a los amiguetes. Parecía, de repente, que el mundo se había conchabado para hacerme la preguntita. En casa, mis hermanos me utilizaban como anunciador: avísame a las cuatro; despiértame de la siesta a las cinco; como tengo francés a las seis, me llamas a las cinco y media. Empezaba a sentirme molesto. Ojeaba más el reloj que cualquier otra cosa y se estaba convirtiendo en algo pesado.
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Las jornadas siguientes iba con las mangas bajadas hasta los dedos con el propósito de que al no verlo cesaran las preguntas, pero fue inútil. El cachondeo se había instalado a mi alrededor. No me rasqué más la frente pero tampoco se apaciguó la cosa.
Convencí a mis padres para que lo descambiaran y me regalaran una equipación completa para jugar al futbol, que era lo que me gustaba. Además, mientras daba patadas al balón no me acordaba de si el tiempo transcurría lento o rápido.