01/02/2024 El tonto del pueblo

No he visto la película completa, era una cosa insufrible: el argumento trataba de un tonto de pueblo al que le tocaba la lotería y sus convecinos intentaban aprovecharse de él. Para qué perder el tiempo en algo que no gusta si lo puedes disfrutar leyendo, durmiendo o rellenando sudokus, por decir algo. Pero como pensamos una cosa y la cabeza, a veces, nos lleva a otra, la mía me ha hecho recordar la figura del tonto del pueblo en que nací.

Vivía en una casa cercana a la mía y, cuando estaba tranquilo, se apoyaba sobre el marco de la hoja inferior de la puerta de entrada. Con el cigarro consumido entre los labios contemplaba un horizonte que sólo él veía. Eso ocurría pocas veces, pues lo normal era verle ejerciendo de escolta de alguien. Su manía consistía en esperar a que algún vecino pasara por delante de su casa; entonces salía, se colocaba tras él y, con los brazos extendidos al cielo y marcando el signo de los cuernos con ambas manos, lo seguía por todo el pueblo. Las personas lo conocían y le dejaban hacer, pero era un verdadero coñazo, ya que si el elegido tenia que pasar la mañana haciendo gestiones, el tonto no lo abandonaba hasta que llegaba a casa. Yo le tenía miedo; recuerdo una mañana que mi padre me acompañó a la escuela y, al pasar por delante de su morada y vernos, se colocó tras mi progenitor. Así lo llevamos hasta el cole, donde el maestro—literalmente—lo echó de allí a patadas, pues no quería irse.

Ignoro si continuará siendo cierto que en cada pueblo hay un tonto— ahora que sus pobladores han descendido notablemente—, pero puedo afirmar que en las ciudades todo barrio, también, tiene su tontaina. Es más, en el mío tenemos dos y cada uno tiene su territorio, como cualquier depredador de la sabana. Desde la rotonda central hacia la izquierda, el tonto de la boina camina sin rumbo por las calles. Nunca, que yo sepa, ha molestado a nadie. Se limita a señalar a los transeúntes con el dedo índice extendido, al tiempo que los manda a tomar por culo. A mí ya me ha invitado varias veces. Por el otro lado, de la rotonda hacia la derecha, es el ámbito de Pepelu, el tonto de las alturas. Ése es tonto de pelotas. Su mayor afición es subirse a las farolas y, desde arriba, lanzar migas de pan a todo el que pasa por allí. Es bastante molesto y, a menudo, la policía, avisada por algún viandante, intenta convencerle de que baje antes de que se caiga. Él se baja cuando quiere y vuelve a subir cuando los agentes se han ido. El otro día estuvieron los bomberos, pero por temor a que se tirara; ni se molestaron en hablar con él y se fueron como llegaron. También tiene por costumbre, cuando ve una chica que le gusta, caminar delante de ella sobre las manos durante unos metros, cual pavo real mostrando sus atribuciones. Las chicas suelen acelerar el paso y huir despavoridas y entonces el amigo retorna a la farola más próxima, adoptando la posición del koala.

Mientras estaba intentado rematar este relato me ha llamado, desde otra ciudad, mi amiga Rosalía, y he aprovechado para preguntarle si en la zona donde ella vive hay algún personaje similar a los descritos. Su respuesta ha sido la esperada: tuvieron uno, en su escalera que falleció hace unos meses, pero el otro día, yendo a una tienda cercana, se encontró de bruces con un imbécil que se arrodilló ante ella y le pidió matrimonio alegando que era el más rico de la localidad. Son imperecederos.

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