Al fondo, se ven las torres de la Giralda y la Catedral, iluminadas con ese halo ambarino que le ponen a las vistosas edificaciones milenarias. Mucho más cerca, casi a mis pies, el Guadalquivir transcurre silencioso y, a mi espalda, hay estrechas callejuelas con escaso tránsito. Son algunas de las muchas y embrujadoras cosas que puedo apreciar desde la terraza del Hotel Ribera de Triana mientras saboreo un margarita, rodeado de turistas y jóvenes ceceantes que ríen y mueven sus cuerpos al ritmo lento de la música.
Entre canción y canción hay unos segundos de pausa en los que se escucha, desde un lugar no muy lejano, el tam-tam de alguna cofradía que está ensayando para cumplir en las cercanas fechas de la Semana Santa. Un sonsonete que me resulta desagradable, anodino y odioso desde hace unos años debido a un hecho acaecido en esta misma localidad durante un viaje de trabajo.
Recuerdo que fue una noche, a finales del mes de marzo, un Lunes de Pascua en que estaba bastante cansado tras un viaje en coche de casi novecientos kilómetros y, además, la preparación de una importante reunión que tendría lugar al día siguiente. Había pensado no salir de la habitación del hotel; cenaría algo frugal y me acostaría temprano para estar despejado durante la convención.
Todo transcurría con normalidad: comí un sándwich que acompañé con una cerveza, di un último repaso a los apuntes y, a eso de la medianoche, me acosté con un tremendo sueño. Morfeo entró sin llamar y me llevó a su mundo pero, sólo durante diez minutos o quizá menos, un estruendoso sonido de tambores y cornetas se acercó por un extremo de la avenida y, de súbito, sin saber de donde había surgido, una avalancha de personas se congregaron bajo la ventana de mi habitación. Entre unos y otros, aquello comenzó a hacerse insoportable. Lo más sorpresivo es que no alcancé a ver el final de aquella procesión en que los nazarenos se multiplicaban en filas que casi rascaban los edificios. Por supuesto, ante la que se me venía encima, baje hasta la recepción para que me cambiasen el cuarto, pero todos estaban completos. Volví con resignación y me asomé al balcón, de nuevo, con la esperanza de que pronto acabase, pero lo que vi aún me gustó menos: el paso transitaba muy despacio, apenas se percibía el avance y, para colmo, se detenía cada diez metros cuando alguien cantaba una saeta. ¿Nadie trabaja mañana?—me preguntaba.
A las dos de la madrugada, los últimos penitentes giraron hacia otra calle y, al fin, pensé que podría descansar unas horas. Fue una ingenuidad, ya que minutos más tarde, cuando volví a coger el sueño, comencé a oír el mismo estrépito que al principio. No podía ser posible; más bien creía que los acordes habían anidado en alguna parte del cerebro y que pronto desaparecerían, pero todo fue una suposición. Por la misma esquina que había visto desaparecer el final de la procesión, volvían a asomar los primeros cofrades de vuelta a su lugar de origen, y el tumulto volvía a tomar posiciones bajo mi ventanal. No podía creer lo que estaba sufriendo. Calculé que, al mismo ritmo de la ida, aquello duraría, al menos, hasta las cuatro de la mañana, dependiendo de la cantidad de saetas que se cantaran. Yo debía levantarme a las seis y media.
Desde entones, no he vuelto ni volveré a ver una procesión. Huyo de ellas como de la peste y, durante esos días, procuro viajar a otros países que no tengan arraigadas esas romerías religiosas. Y créanme, de vez en cuando aún atrona en mi cerebro el sonido lastimoso de una procesión.