Hay películas de ciencia ficción en las que alguien muere y el director nos lo muestra con un halo—habitualmente azul celeste—que se eleva hacia las alturas. Suele ocurrir, también, que cuando dos personas mantienen una conversación y cualquiera de ellas menciona el fallecimiento prematuro de otra, se persignan al tiempo que lanzan una mirada a lo alto. Incluso si un pequeño nos pregunta dónde reside un familiar que se ha ido, le respondemos que en el cielo. Todo lo que está relacionado con el fin de una vida lo colocamos en lo más alto.
Divagaba a cuenta de ello por un recuerdo de cuando tenía cinco o seis años, allá en el pueblo. La casa donde vivía tenía un sobrado donde, en una de las esquinas, había un viejo baúl negro con las aristas desgastadas (quiero pensar que a causa del tiempo y no por los roedores) y unas hileras de clavos dorados que llamaban la atención de cualquiera que subiera los diez escalones hasta llegar arriba. Mis padres siempre me dijeron que dentro había ropa de mi abuelo paterno, al que no llegué a conocer, y un clarinete con el se ganaba la vida. Una vez más, la relación entre la muerte y las alturas era evidente. Cada vez que subía y veía el arcón me daban ganas de abrirlo y hacer algo de ruido con el instrumento, pero no me atrevía. Me lo habían prohibido; no por ensuciar la memoria del abuelo, sino porque éste había enfermado de tuberculosis y temían que me contagiara.
Pasaron los años y regresábamos cada mes de agosto. Una tarde en que estaba solo subí al desván, no recuerdo el porqué, y me quedé extasiado contemplando el dichoso baúl. Los niños y jóvenes son curiosos por naturaleza, y si no es así, algo dentro de ellos se revela y los arrastra hacia lo desconocido.
No pude evitarlo; aflojé las correas de cuero que lo mantenían hermético y subí la tapa hasta quedar apoyada en la pared. Dudé si continuar o cerrarlo y olvidarme, pero había esperado mucho tiempo y lo tomé como una aventura más. No era muy grande y sólo se apreciaba una pelliza raída con la lana deshilachada. Al cogerla, una nube de polvo me hizo volver la cabeza y toser varias veces. Bajo ella, había un retrato fotográfico de los abuelos en blanco y negro con el marco prácticamente destrozado, un dominó con las fichas amarillentas, unos zapatos negros cubiertos de partículas de barro y, en el fondo, el clarinete fabricado con ébano al que no le había afectado el paso del tiempo. Lo tomé e intenté sacarle algunas notas, pero sólo logré algunos ruidos fantasmales. En ello estaba cuando escuche como la puerta de doble hoja de la entrada se abría. Cerré el baúl con rapidez y bajé los escalones tan deprisa como pude. Mis padres se extrañaron al verme bajar del desván, pero no me riñeron como me temía. No hicieron ningún comentario ni me preguntaron nada.
Al día siguiente, mientras comíamos todos juntos, como la conciencia me seguía machacando por el atrevimiento, decidí confesarles lo ocurrido, aún a sabiendas de que me caería una buena reprimenda. Pero para mi sorpresa, ambos se mostraron condescendientes y sólo mi padre hizo el escueto comentario de que me había olvidado tensar las correas.
Tarde mucho tiempo en volver a subir al altillo y cuando lo hice vi que el arcón ya no estaba allí, ni tampoco en otro lugar de la casa. Más de una vez me he preguntado en qué otro sobrado estarán ahora las pertenencias del abuelo, o quizá hayan subido hasta el cielo en una nube de polvo.