01/04/2024 Mi nombre no es mi nombre

Relleno la inscripción de mi última novela a través de la web del Registro de la Propiedad Intelectual. Al llegar al apartado de seudónimo recuerdo, como siempre que llego a este punto, que algún día deberé acercarme al Registro Civil para cambiarme el nombre de pila, ya que por mi verdadero nombre sólo me llaman mi mamá y tres o cuatro familiares afincados en otras localidades. E incluso a mi madre se le suele escapar el de Patxi. El resto del universo me conoce, desde pequeño, con el seudónimo que acabo de inscribir.

Todo viene de cuando frisaba los nueve o diez años, casi en la prehistoria. La noche había caído a plomo un día de julio y, ante un calor insoportable en las casas, habíamos alargado la tertulia más allá de las diez, hora en que dependíamos del sereno para volver y aguantar el chaparrón de los padres. Ellos ya estaban acostumbrados y la preocupación no era grande pues sabían donde encontrarnos; todos vivíamos en un radio de trescientos metros de la plaza Eguillor, nuestro castillo de juegos sin almenas. Recuerdo estar acompañado por Julián, José Antonio, José Ramón, Amancio e Ignacio.

Lo que no recuerdo con claridad es quien comenzó la conversación que nos llevó a cambiar nuestros nombres, sin pensar que más de medio siglo después todos nos seguirían llamando como lo planeamos aquella noche.

Aquello que parecía más un juego de niños rebeldes que otra cosa se convirtió, desde entonces, en los nombres de Julen, Josetxu, Txerra, Iñaki y Patxi. Amancio quiso mantener el que tenía; le envidiábamos la cordura a pesar de no decírselo.

Surgió sin pensarlo mucho y continuamos, año tras año, cumpliendo aquel pacto no escrito que fuimos acrecentando al ir conociendo a más y mas personas que jamás preguntaron si eran nuestros nombres o motes que nos habíamos impuesto.

Es probable que surgiera a raíz de que uno de los hermanos mayores tuviera un vástago y no le permitieron inscribirlo con el nombre de Mikel como él deseaba. Ahí me enteré de que donde vivíamos estaba prohibido llamar a un bebé como quisieran sus padres, sino como a Franco (ese hombre del que nadie hablaba cosas bonitas) le viniera en gana. No me pregunten si éramos de pensamientos políticos, porque les recuerdo la edad, pero algunos brotes debíamos tener ya. Buscamos la traducción que conocíamos y, si la ignorábamos, encontrábamos algo muy cercano. Seguro que fue una demostración de sublevación contra la autoridad pública.

Con el paso del tiempo comprobamos que fue algo común entre las cuadrillas de chavales. Queríamos ser mayores para parecernos a esos hermanos de más edad que protestaban por cosas que aún nos quedaban lejos pero que empezábamos a comprender. Posteriormente llegaron más noches como aquella, en las que íbamos arreglando el mundo que nos rodeaba y que nos afectaba más de lo que pensábamos, aunque no nos percatábamos y todo acababa siendo un juego—la mayoría de las veces poco ameno—.

Volviendo a la cuestión del epígrafe con sobrenombre, me alegro de que hoy todo aquel que deba rellenarlo sea por deseo propio y no por el hecho de que algún baboso, a causa de su incapacidad de comprensión o entendimiento, decida subyugar al resto de mortales que encuentre a su paso. Al fin y al cabo, nunca se saldrá con la suya, pues con el tiempo a todos nos llamarán como nosotros queramos. A la prueba me remito.

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