01/05/2024 Merche, la del pueblo

Estoy una vez más en el pueblo de mi querida suegra. Aprovecho unos días de fiesta para visitarlo y rememorar los buenos ratos pasados en tiempos de cortejo. Está situado muy cerca de la línea que delimita las provincias de Álava y Navarra, desde donde se aprecian unas vistas espectaculares de la sierra de Urbasa y puede oírse el rumor constante de las idas y venidas, así como de las subidas y bajadas, del proceloso rio Ega. Es uno de esos pueblos donde nunca —o casi nunca— pasa nada.

Me acompaña una ligera brisa que se agradece, pues ayuda a mitigar el bochorno que apabulla desde que llegué. En lo alto, multitud de estelas abandonadas por naves aéreas se entrecruzan como hilos en un telar. Subo por la cuesta empedrada desde la plaza, con su fuente de siete caños, hasta la Iglesia de Nuestra Señora, para bajar después por la parte trasera hasta la calle Mayor. Me cruzo con un emigrante negro—cada pueblo tiene uno—que está repartiendo publicidad por las casas; me da el alto y me extiende un folleto que leo y compruebo que es de una nueva pizzería.

Cuando creo que he visto lo más llamativo me abandono por algunas callejuelas y paso al lado de una casa en cuya fachada se intercalan, fijados con consistencia, algunos aperos de agricultura, así como eguzkilores de todos los tamaños sobre trozos de troncos de árboles cortados con el mismo grosor. Pero lo que parecía algo simplemente atractivo, tras caminar unos metros más se convierte en algo incapaz de calificar: en el anexo de la vivienda hay un pequeño jardín donde no se ve medio metro cuadrado con césped, ya que está casi todo cubierto de figuras, maquetas y diversos artilugios que llama la atención de cualquiera que pasa por allí. Miro absorto tanto encanto cuando se me acerca una mujer de unos setenta años y lo primero que me dice es que se llama Merche, la que habita en esa casa, y que todo lo que estoy admirando lo ha hecho ella a lo largo de muchos años. «A lo que más cariño le tengo es a esa reproducción del tren vasco-navarro que hace años pasaba por aquí de camino a Estella; tardé un montón de meses, pero me quedó chula. Los que vienen a comer a ese restaurante pijo dicen que es lo que más les gusta»—me cuenta señalando un edificio nuevo lindando con el suyo. Está en el centro del parquecillo, sobre unos raíles de madera, pintado con colores llamativos y junto a diversas figuras de personajes de toda índole, imágenes miniaturizadas de animales y más eguzkilores sobre las paredes que lo rodean—declara que son su debilidad—.

Sorprendido por lo que estoy contemplando me despido de ella, pero me agarra con fuerza del brazo y me indica que debo ver lo que tiene en el salón. Intento evitarlo, pues no me gusta entrar en casa de nadie, pero la insistencia y el empuje acaban arrastrándome hacia el interior, agachando la cabeza para no descabezarme con el marco de la puerta. Oh, sorpresa. Descubro que lo del jardín es una nimiedad en comparación con aquello: varias copias del Guernica de Picasso hechas en madera, ikurriñas tejidas en punto de cruz, diferentes esculturas fabricadas con extraños materiales y decenas de objetos que ya he olvidado. Al fondo del salón, sentado sobre una silla de esparto—la joya más resplandeciente de todas—hay un Olentzero a tamaño natural. Creanme que impresiona; sólo le falta la pipa. En un principio creí, desde la distancia, que sería su marido… Pero no.

Me despido elogiando su gran trabajo y me alejo pensando que he visto museos menos trabajados y menos emocionantes que el jardín y la casa de Merche. ¡Cuánto talento hay escondido por ahí y del que nunca sabremos!

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *