Estaba con mi compañera de vida escaneando una sandía mientras esperaba a ser atendido en la frutería del supermercado, cuando alguien a mi espalda sugirió: «Si consigues sacar diez rodajas podrás obtener diez euros; los guiris están sedientos en la playa». Inmediatamente me giré, lo vi y nos fundimos en un largo abrazo.
Hacía mucho tiempo que no coincidíamos, pero nos comportamos como si nos hubiéramos visto la semana pasada. Había perdido su poblada melena y el poco pelo que conservaba se veía ralo—más o menos como el mío—. Fue en los primeros años de la década de los ochenta cuando estuvimos juntos, casi inseparables. Vivimos momentos de interminables travesuras y algunos viajes en pos de aventuras que no he olvidado y rememoro de vez en cuando.
Lo de la sandía tiene su historia. Decidimos ir una semana hasta la isla de Ibiza —que por aquellas fechas estaba de moda—, llegamos a la localidad de San Antonio Abad e instalamos la tienda de campaña en el camping, al lado de la playa. Fueron días de mucha juerga, noches interminables, mañanas durmiendo sobre la arena y tardes de absenta. Por supuesto, al cuarto día la buchaca estaba más tiesa que la torre de una iglesia, por lo que hubo que tirar de ingenio para subsistir las jornadas que restaban. Surgieron, entre otras, dos ideas que nos parecieron interesantes y que pusimos en práctica con inmediatez: una era recoger las botellas que los turistas dejaban por todas partes y por las que los supermercados pagaban bien, y la otra era vender rodajas de sandías a los extranjeros que estaban quemándose en la playa, a cien pesetas la rodaja. Puede parecer mentira, pero el experimento resultó ser fructífero y sólo con una dedicación de tres horas al día fue suficiente.
Pero si algo nos divertía, entusiasmaba y nos hacía poner en marcha la imaginación era cuando decidíamos hacer gamberradas—en eso él era el puto amo—. Eran travesuras intrascendentes y tratábamos de interactuar con lo que nos rodeaba. La que mejor recuerdo es la del golpe con la farola. Consistía en dar un manotazo a una farola y caer al suelo con las manos sobre la cabeza y quejándose por el golpe ficticio. La gente que pasaba por allí iba formando un corro y la finalidad era que los demás contásemos la cantidad de personas que se detenían preocupadas por lo que había acontecido. No era sencillo, porque había que ser muy rápido y caer con seguridad. Si no lo hacíamos bien los viandantes se reían y pasaban de largo, pero él siempre decía que el truco estaba en el rebote y lo bordaba. Daba el golpe con la mano abierta para que sonara bien, salía despedido hacia atrás como lo haría cualquier actor de doblaje y se agarraba la cabeza al tiempo que los quejidos llegaban a todos los que se acercaban. Una tarde, en la plaza de Deusto, durante las fiestas patronales contamos treinta y siete personas. Su mirada delataba un pánico terrible porque no encontraba un hueco por el que alejarse. Fue la última vez que lo hicimos. Por cierto, esa noche conocí a mi señora.
Ahora que me han hecho aitite, al evocar tanta travesura me pregunto si será conveniente emular a algún abuelo porretas y revelar al nieto las chiquilladas que les he relatado, y alguna más, o esconderlas. Recuerdo que siendo chaval los mayores me contaban cosas de la mili y acababa con la cabeza loca; creo que no cometeré el mismo error e intentaré explicarle cosas que no lo conviertan en un pequeño cabroncete.