Se parapetaba tras una mesa sobre la que había una montaña hecha con los dientes y muelas de personas que ya no los necesitaban. Algunos conservaban el sarro que se acumuló durante años y no conocieron el cepillo. Rodeando la base del montón, una docena de dentaduras postizas con todas las piezas, ofrecían un panorama tétrico.
Me acerqué más y noté que me observaba con esa mirada, tan habitual en los egipcios, que puede traducirse como una solicitud de amparo. No abrí la boca y oí como me decía con voz trémula: «Habibi, compra muela que falta», y me pregunté como coño sabía él que me faltaba una muela. El tipo me cayó simpático y le ofrecí tomar un té en el chiringuito que había en la esquina de esa calle.
Nos acomodamos en unos taburetes con las patas a diferentes alturas y nos sirvieron la bebida con inmediatez. Se llamaba Abdalá y, con un castellano rudimentario, pudimos entendernos. Parecía que le habían dado cuerda porque hablaba sin parar; era su estrategia para sacarme unas libras que yo estaba dispuesto a darle. Malvivía, entre otras cosas, de las pocas ventas diarias y las propinas que le daban los turistas a los que encandilaba. Le calculé unos sesenta años. Tenía baja estatura, ojos oscuros medio cerrados, manos con dedos largos y con las uñas tan negras como una momia faraónica, por lo que deduje que, aparte del puestito de molares, trabajaba en el campo. Y, efectivamente, así era, pero no en un campo cualquiera, sino en el camposanto más extraño del planeta.
Era el hijo de un enterrador en la necrópolis “El Arafa”, (conocida como la ciudad de los muertos, un cementerio dentro de El Cairo donde conviven, entre otros, personas sin recursos junto a los cadáveres). «Cuando finalizó la guerra de los seis días, mis padres se trasladaron allí y, desde muy pequeño, acompañaba a mi papá cada vez que debía abrir o cerrar una tumba. Es a lo que me dedico actualmente, pero la paga es miserable. Lo del mercado es para obtener algo más. La vida por aquí es dura». Al preguntarle como conseguía tan singular mercancía me observó largamente, sonrió y al final respondió que tal como yo lo creía. Es decir, abriendo tumbas y despojando a los fiambres de sus piños.
El calor era abrasador y pedimos otra infusión, pero esta vez fría. Abdalá no tenía ninguna gana de volver a esconderse tras su promontorio esmaltado, así que continuó con su perorata: «No me desagrada mi trabajo de enterrador, pero cuando me propusieron venir al bazar “Khan El Khalili”, hace ya quince años, no lo pensé. Comercio con un producto que no tiene competencia y que es bien acogido por la clientela. Muchas personas no se pueden permitir la consulta de un especialista y lo solucionan con mi mercancía. Aún no he logrado vender una pieza a ningún extranjero, pero confío en poder hacerlo algún día».
Quise saber si no temía ser descubierto con una tumba a medio tapar, a lo que me respondió que aprovechaba los momentos de las llamadas nocturnas a la oración. Reveló que no era agradable utilizar las tenacillas para arrancar las piezas, a veces extremadamente sujetas a las encías, sobre todo si la muerte había sido reciente. Conocía el riesgo y quería dejarlo, pero no se lo podía permitir. Dos vástagos que carecían de formación y de trabajo serio, a pesar de la edad, le apretaban para que continuara. Él les había insinuado que le tomaran el relevo, pero cualquiera no era apto para manejar los cadáveres con aplomo y desenvoltura. «Quizá sea mejor así—continuó—, pronto me taparán a mí y no me gustaría que mis hijos me desdentaran».
Terminamos el té, volvimos hasta su mesa y le compré una docena de muelas que introdujo en una bolsita trasparente. No le pregunté cuánto era y le extendí mil libras, una propina que para Abdalá significaba mucho.