01/07/2024 El capullo de las gafas verdes

Tercera noche seguida que me he despertado, de madrugada, a causa de una pesadilla que se repite una y otra vez. Empiezo a preocuparme por lo que pueda significar y pienso en ello sin llegar a una conclusión aceptable. El desasosiego comienza cuando me veo en un cadillac descapotable color verde, a alta velocidad por una carretera costera de la Riviera italiana. Es sinuosa y me dirijo al conductor avisándole de que debería tener más cuidado, pero no me responde y mi sorpresa es mayúscula al ver que no es otro que Shrek. Me fijo en el asiento trasero y es Fiona quien me sonríe. No puedo creerlo. El viento, a causa de la celeridad, se esconde en todos los recovecos de mi cara y me miro en el espejo para comprobar si estoy despeinado. ¡Maldición! Yo también tengo la cara verde, al igual que el pavimento, las casitas que hay en los márgenes y el agua del mar que se ve en la base del acantilado. Todo resulta insoportable. Al llegar a la siguiente curva me pongo de pie sobre la butaca y me lanzo al vacío. Es entonces cuando me despierto, ilumino la habitación y vuelvo a serenarme tras constatar que nada es aceitunado a mi alrededor.

Pero todo tiene explicación —sólo hay que indagar en las fuentes precisas— y acabo de recordar que hace unas semanas, durante unas breves vacaciones, hice un largo viaje hasta el oriente de África y ocurrió lo que, a continuación, os relato: Tenía cinco horas de vuelo por delante sobre el mar y el desierto, así que me pertreché de sudokus, crucigramas y lectura con la pretensión de que el tiempo resultara benévolo. Acomodado en una de las plazas traseras estaba a lo mío cuando levanté la mirada y me topé con la imagen de un hombre, en pie en el centro del pasillo, vestido con un pantalón verde oscuro, una camiseta ceñida verde claro y unas llamativas gafas verde pistacho que dañaban cualquier retina. Vamos, lo más parecido a una iguana común. Oigo decir a un compañero de fila que acaba de regresar del retrete: «Qué puta manía de estar de pie en medio del paso», por lo que miro hacia delante y vuelvo a verlo. A partir de ese momento, cada pocos minutos y sin poder evitarlo, echaba una ojeada hacia el lugar mencionado y allí permanecía impasible. Los usuarios que iban al baño tenían que pedirle que se apartara; los auxiliares que pasaban con el carro del catering le instaban a que tomara asiento, pero tras pasar ellos, él volvía a levantarse. Era lo más parecido a una ladilla.

Un par de días más tarde volví a encontrarlo en la base de la pirámide de Micerinos, ataviado de ropaje verde como de costumbre y con ojos de lechuza ebria. Afortunadamente, él salía y yo entraba, por lo que apenas nos cruzamos.

¿Creen que ahí acabo todo? Por supuesto que no: el vuelo de vuelta lo hice en la misma aeronave, con el mismo jirón en la moqueta a la altura del número quince y el traqueteo sospechoso de avión de segunda mano y, claro, tres filas más atrás estaba el capullo. Giré la cabeza en cuanto se apagó el distintivo del cinturón y ya estaba en el centro, como tomando posesión de su metro cuadrado. Lo peor de todo fue cuando una señora mayor, en la parte delantera, se mareó y la dotación, junto a dos doctoras, tuvo que improvisar. Fueron unos minutos de confusión en los que la tripulación tuvo que ordenar a los nerviosos pasajeros que se sentaran. Todos obedecieron excepto uno que estaba en todas partes menos donde debía. Ya saben quien. Un capullo es así hasta el punto de provocar pesadillas.

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