15/07/2024 Cada uno a lo suyo

Lo hacemos constantemente; vayamos donde vayamos. Es una manía intrínseca de la que alardeamos con los que nos acompañan. Todo lo que vemos lo comparamos con aquello que conocemos y, en el último viaje vacacional que he realizado, lo he hecho al detalle.

Hasta que llegamos a destapar lo desconocido pensamos que lo que conocemos es lo mejor, pero una vez hemos descubierto lugares nuevos nos percatamos de que en el mundo hay cosas tan diferentes a las nuestras—tanto peores como mejores—, que el análisis se vuelve insólito.

Eran las dos y media de la madrugada y el guía me acababa de recoger en el hotel para iniciar el viaje hasta uno de los templos más representativos del arte antiguo egipcio. Lo de la hora se debía a que a las diez de la mañana había ya una temperatura de treinta y cinco grados—imaginaos a las dos de la tarde—. Tenía por delante tres horas y media de carretera a través del desierto cuando, a la salida de la ciudad, la policía detuvo el autobús y obligó al chofer a aparcar tras otros cuatro. «Será cosa de media hora», nos explicó. El sopor se apoderaba de todos hasta que el murmullo de una turba me animó a descorrer las cortinillas. Unas doscientas personas de todas las edades se agolpaban alrededor de los seis jóvenes que portaban un féretro de madera pelada. Hablaban en voz alta y no se mostraban pesarosos. Un poco más allá, entre la oscuridad de la noche, se observaban multitud de lápidas, y hacia allí se dirigieron. Quince minutos más tarde se dispersaron y una camioneta pasó a nuestro lado con el mismo féretro en sus entrañas. El silencio volvió a reinar y el convoy inició la marcha. «¿Se llevan de nuevo al muerto?» se oyó preguntar a alguien del grupo. El guía explicó cómo en el funeral árabe al fallecido se le entierra directamente en la tierra, sobre el lado derecho y mirando hacia ese lugar tan sagrado. El féretro vuelve a la mezquita para ser utilizado por el siguiente muerto de la comunidad (el reciclaje llevado a la máxima expresión).

En otro momento, iba en una furgoneta de alquiler con chofer, oyendo el zumbido constante de El Cairo—es decir, pitido tras pitido—. La cabeza apoyada en la ventanilla contemplando los movimientos erráticos de los conductores mientras le calculaba unos cuatro minutos sin darse una hostia a cualquier conductor de un país occidental. En todo el trayecto desde el centro hasta donde están las pirámides no vi una motocicleta con menos de tres personas. Desde luego, los fabricantes de cascos allí no tienen futuro. Extrañaba ver un vehículo con todas las luces en orden, y el que cumple con ello desconoce su cometido. Viajé por una autopista de cuatro carriles, pero allí se ignora para qué sirven las líneas de separación; cada cual va por donde le dejan. Adelantan por donde pueden—casi nunca por la izquierda— y toman las salidas en perpendicular a la marcha haciendo frenar a todo quisqui.

¿Quién no se ha sentido presionado por uno de esos comerciales que hace años llamaba a la puerta de casa? Pienso en eso mientras estoy a bordo de un barco, bajo el reflejo hipnótico de las aguas del Nilo, esperando que llegue el turno de entrar en una esclusa para sortear el desnivel de una antigua cascada. La embarcación está rodeada por un sinfín de chalupas desde donde me lanzan suvenires de todo tipo dentro de bolsas de plástico. ¿Qué hago? ¿De qué manera se los devuelvo? ¿Cómo les abono los que me quedo? No tengo que preocuparme, pues ellos me dan la solución a gritos.

Así es la humanidad. Para cada situación, un montón de remedios, unos más chocantes que otros, y la vida continúa para bingo.

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