Desde que soy abuelo y tengo a mi nieto en brazos, los recuerdos de cuando era niño que aún poseo sobre mis ancestros se agolpan y pelean por salir como lo hacen las llamas de la chimenea.
Habitaban una casa hecha de adobes, como casi todas en aquellos años, con dos entradas: la principal, compuesta de dos hojas, y la trasera, que daba paso al corral, de madera y suficientemente amplia para que cupiera un carro tirado por bueyes. Había un corto pasillo que llegaba hasta el salón, en el que había un hogar siempre encendido y con una olla sobre el fuego. También una robusta mesa rectangular de madera noble y, contra la pared, un escaño con un pesado asiento que nunca pude levantar. En él pasaba muchas tardes al lado del abuelo Manuel, quien me contaba pequeñas historias de los acaeceres del lugar y al que siempre pedía que me mostrara su interior, antes de que él levantara el asiento y aparecieran decenas de sandías y melones que serían el postre de todo el verano. Después de descubrir su secreto, miraba el calendario colgado de la pared, al lado de la alacena, y aseguraba que al día siguiente llovería. Me lo decía a menudo, ya que en la parte superior del almanaque había un fraile que tenía una vara en la mano y la dirigía hacia unos círculos que pronosticaban tiempo seco, húmedo o lluvioso. Aquel siempre señalaba a la lluvia, pero pocas veces llovía.
Una de las cosas que más disfrutaba cada verano, cuando volvíamos al pueblo para pasar unas semanas, era dormir la siesta en aquella casa. Había que subir hasta el sobrao por una escalera en forma de ele, de escalones altos en los que tenía que apoyarme con ambas manos para elevarme. Allí había una cama grande y una pequeña ventana con postigos interiores de madera que el tiempo había horadado. Por sus agujeros penetraba la luz mientras yo jugaba colocando los pulgares en sus trayectorias hasta que me dormía. Otros días se oían unos pasos sospechosos, similares al trote característico de pequeños ratones, de una parte a otra del desván, que me obligaban a taparme hasta la cabeza. Al despertarme habían cesado y la voz ronca de mi abuela avisándome de que la merienda estaba sobre la mesa, hacían que lo olvidara.
Sin duda, lo que más me gustaba de cada verano eran las noches, tras la cena, cuando junto con mi madre nos íbamos hasta su casa, donde muchos vecinos se reunían para hablar de sus cosas—que yo no entendía ni les prestaba atención—. Allí siempre había una pequeña silla de enea que el abuelo la había hecho, un par de años atrás, expresamente para mí. La abuela la colocaba entre los dos y, a menudo, me acariciaban el pelo y me levantaban el mentón en señal de preocupación por mi bienestar. Yo ponía cara de tristeza e, inmediatamente, uno de los dos aparecía con un par de rosquillas con sabor a anís que iba mordisqueando poco a poco para que me durasen hasta ir a la cama. Como no me importaba lo que hablaban los mayores, me dedicaba a apoyar la nuca en el respaldo del asiento, de modo que veía un gran trozo de cielo salpicado de estrellas. Era entonces cuando intentaba no parpadear con el fin de ver todas las fugaces que aparecieran por allí; una noche conté diecisiete, aunque lo normal era ver cinco o seis.
Alguien me comentó, hace unos días, que están levantando una casa en el lugar donde erguía la de mis abuelos. Espero que, como me ocurrió a mí, se convierta en un lugar memorable para otros chiquillos.