Son las diez de la mañana y João está colocando las latas de refrescos entre el hielo que ha extendido en un barreño más alto que su brazo. Es el único chiringuito que hay en la playa de la Arrifana, en El Algarve portugués. Al verme llegar me pasa por encima de la barra circular un taburete de tres patas para que lo sitúe en el lugar reservado a los camareros, como hago cada mañana del mes de agosto mientras estoy de vacaciones. Lo de los camareros es de coña, ya que sólo está él, pero sabe que es mi lugar preferido y no permite que nadie lo ocupe. Me conoce desde hace años y es un privilegio que me he ganado.
Mientras me hace un café expreso, como de costumbre, me subo a la banqueta, apoyo la espalda en el borde del mostrador y recorro con la vista los quinientos metros de playa que hay ante mí; más allá sólo agua y lo que la imaginación de cada uno quiera concebir. Este año hay una novedad que João me cuenta con entusiasmo: han abierto una escuela de surf y llama la atención el colorido de un cartel donde puede leerseOs golfinhos. Hay diversos grupos de alumnos haciendo estiramientos antes de intentar domar las procelosas olas; cada uno con una camiseta azul celeste y dos delfines rojos con la boca abierta. La cuadrilla más cercana, donde están los más pequeños, arrastran las tablas hacia el mar porque son incapaces de levantar tanto peso. Posiblemente alguno de ellos se convierta en un experimentado deportista de élite, de esos que vemos haciendo cosas inverosímiles en las playas de Nazaré.
Al mediodía ya he caminado quince largos y me he tumbado un rato al sol, así que me acerco hasta el chiringuito, donde su dueño ya me está preparando un Martini bien frio. El panorama que ahora veo desde mi atalaya es completamente diferente al de primera hora de la mañana: ya no hay surfista de escuela, aunque sí algunos particulares riñendo con las pocas olas de la bajamar. Mire hacia donde mire sólo aprecio sombrillas, hamacas y cuerpos bronceados. Cada año que pasa la aglomeración es mayor y el nivel del agua se acerca un poco más a los dominios de João. «Dos décadas más y mi negocio habrá desaparecido», me comenta con un rictus de tristeza. Yo no le respondo, pero afirmo con la cabeza. El silbato de uno de los socorristas está hoy más activo que nunca, pues la bandera amarilla y las fuertes corrientes hacen que éstos no puedan relajarse. Este es el momento en que acuden más bañistas al aguaducho y pronto desaparecen los bocadillos depositados en una enorme fuente. Los de tortilla con chorizo están riquísimos y el segundo Martini ya está sobre la barra.
A media tarde,tras un baño sin perder de vista la arena y obedeciendo las órdenes de una socorrista que me hacía señas de que fuera más a mi izquierda, recojo mis trastos para acercarme a tomar un refresco donde João. De repente, la tranquilidad que impera habitualmente se ve truncada por algo que ocurre en la zona de baño prohibida; la gente corre hacia allí pero nadie sabe lo que pasa con certeza. No tengo que esperar demasiado para enterarme de lo que ha acontecido. «Mierda, el hombre que nadaba paralelo a la playa y pasó a mi lado cuando me bañaba», pensé mientras tomaba el último sorbo de naranjada y mordisqueaba el hielo que la acompañaba. Tres socorristas lo llevaban en volandas y un cuarto llama desde un móvil a las autoridades para explicarles la desgracia.
Me despido de João hasta el siguiente día y me responde con un ademán pesaroso, al tiempo que me muestra la tablilla a la que acaba de hacer una muesca nueva. Es el tributo que se cobra el mar, y cuando alguien cae en esa playa, el chiringuito se ensombrece.