El sol está en lo más alto, las nubes se han tomado el día libre y sobre el agua del mar aparecen multitud de espejos que sólo se quiebran al paso de algunas gaviotas sin rumbo determinado. Sobre la arena fina una infinidad de sombrillas aletean sus flecos bajo los soplidos inconmensurables de ese viento cálido, a veces sofocante, que acelera cuando llega el mediodía. Cerca de donde me encuentro, sobre la caseta de los socorristas, una gran bandera amarilla ondea con el deseo de abandonar el asta. A mi alrededor se mezclan varias lenguas, algunas indescifrables y otras más cercanas. Todo resulta soportable a la sombra del parasol, hasta que decido pasear a lo largo del arenal, cerca de donde rompen las livianas olas. Tengo ante mí dos kilómetros y medio hasta alcanzar al dique que separa la playa del puerto deportivo. Lo que prometía ser una caminata de lo más tranquila y tediosa se convierte entonces en lo más ameno del día, al menos en aquella playa.
El sonido proviene de la parte izquierda y va acrecentándose hasta que tras la colina asoma la aeronave que vuela paralela a la tierra, a unos cien metros de donde están las primeras líneas de hamacas. Es un avión cisterna de un llamativo color amarillo. Seguidamente pierde altura y se posa, conservando la velocidad, sobre el agua. A continuación, se eleva y llega al final del espigón, donde da media vuelta y vuelve hacia la colina, soltando toda la carga de agua que lleva en la panza. Da la casualidad—aunque lo dudo—que la tromba cae sobre una moto acuática. Esta permanece como anclada, pero el conductor da más volteretas que un acróbata circense. Para entonces todos los paseantes que recorren la playa, una y otra vez, han formado grupos y especulaban sobre aquello.
Lo ocurrido es sólo el principio… Vuelve a oírse el mismo sonido y todos volvemos la mirada a nuestra izquierda. Hay una diferencia con el paso anterior, y es que viene derecho hacia los que estamos allí. De uno de los corros alguien grita: «¡Es un pánzer soviético!», a lo que otro añade: «Los pánzer eran tanques alemanes de la guerra mundial». «¡Qué vienen los rusos!» o «¡Entonces será un hijo de putin!», dicen otros mientras le muestran el dedo corazón inhiesto y los niños le lanzan piedras y conchas que caen a pocos metros de allí. No llega a tierra porque hace un giro brusco y vuelve a la senda de la vez anterior. Eso sí, todas las motos que se han reunido cerca del puerto deportivo salen despavoridas, cada una con un rumbo diferente. Vuela sobre el puerto y desaparece hacia otro lugar.
Transcurre la mañana sin más acontecimientos cuando, acompañando con la vista el lugar de donde procede el familiar sonido, lo descubro, aún pequeñajo, en la distancia. Es él, sin duda, y vuelve por si alguien no se había percatado de que anda por allí. Esta vez parece que se acerca con más recato; no hace aspavientos con las alas y la distancia es considerable. No obstante, sólo es una impresión, pues hace una extraña maniobra y choca contra el dron que los socorristas han estrenado este verano. Se oye un crack y la víctima cae cerca de un grupo de bañistas que se acercan y comienzan a tocarlo con la punta de los dedos de los pies como hacemos con una medusa en la arena. Tampoco esta vez recoge agua y se aleja hasta ser devorado por el horizonte.
Anda, que no tendrá mar para hacer prácticas que tiene que andar por ahí tocando los perendengues al personal.