01/11/2024 Todo es comprensible

Eran los primeros días del verano pasado. La temperatura estaba acorde con las fechas y el terraceo en su apogeo. La cafetería que hace esquina, frente al parque infantil, estaba a tope. La mayoría de la clientela eran madres con un ojo en la consumición y el otro en los columpios. El café con hielo que había pedido estaba delicioso y las conversaciones que oía a mi alrededor eran intrascendentes. No era sencillo concentrarse en las páginas del libro con el runrún de alrededor, por lo que abandoné su lectura y me dediqué a contemplar lo que abarcaban mis ojos. En un momento determinado, en una de las mesas contiguas —que estaba ocupada por tres mujeres— escuché como conversaban sobre el marido de una de ellas. Al parecer, madrugaba en exceso, y tras hablar sobre el trabajo que desempeñaba, una de ellas comentó: «Yo lo vi la semana pasada y llegué a la conclusión de que al que madruga, Dios lo arruga». No pude reprimir una mirada furtiva y comprobé como las tres continuaban con el rictus impertérrito; es decir, estaban acostumbradas a oír el dicho adulterado. En ese instante, me propuse como deber veraniego el escuchar conversaciones de ese estilo e intentar captar refranes, dichos o simples palabras, pero cambiadas, bien sea por hacer una gracia o por falsearlas con descaro—que todo vale—. Utilizaría una servilleta para anotar cualquier ocurrencia y las revisaría a la llegada del otoño.

Primeros de octubre y las acabo de contar, son cuarenta y siete y, tras destruir las de mal gusto, aún me quedan treinta y seis. Entre ellas las hay graciosas, chabacanas, rebuscadas y, unas pocas, ya instauradas en cualquier conversación tanto de personas mayores como en adolescentes. De algunas recuerdo a la perfección el tema de conversación, pero el de otras lo he olvidado. Evocadora aquella charla entre dos chicas hablando de un exnovio de una de ellas que le daba a la coca y el día del cumpleaños apareció de madrugada en su casa con un descatopable y una pitón al cuello de regalo. La otra, en un momento concreto le respondió que cada loco en su trena. O aquella mañana en que cuatro jovencitas entre bocadillos y calimochos alardeaban de sus últimos romances y, la que parecía más paradita, tras oír las correrías del resto, cerró el asunto con un del dicho al lecho hay unrepecho, lo que dejó sin palabras a las demás. Tampoco estuvo mal la conversación de los vecinos del piso de abajo en la sidrería de la calle de atrás aquella noche, entre culín y culín, en que él le reprochaba el hecho de que hubiera llevado un gato recien nacido a casa, a lo que ella zanjó la cuestión así: a cuadrúpedo regalado no le periscopees el incisivo.Lo que nunca llegué a entender fue la contestación que me dio un camarero en la terraza de la cafetería de un hotel de costa tras pedirle un güisqui y servirme un cubata de ron. Volví a llamarlo para indicarle el error y él, tras comprobar minuciosamente la consumición, me contestó que tenía fácil solución ya que un calvosaca otro calvo. Al principio—apunto maneras de calvorota—pensé que aparecería otro pelado por allí y me echaría a hostias, pero no fue así, y el elixir me supo a gloria bendita mientras le daba vueltas a lo que habría querido expresar.

Pero ésto no es de ahora. Debo reconocer que la invención palabreril que más me impactó en su día fue cuando un amigo del alma se iba a casar dos días más tarde y, tomando unos potes por el Casco Viejo, me entregó un recibo del Corte Inglés para pedirme que fuera a recoger un enredón que le había comprado su madre. Yo le respondí que iría como agua que lleva el Pablo y él me miró extrañado, se rascó la cabeza, apuró el vino y, sin mediar palabra, se despidió con un manotazo en la espalda.

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