Uno va cumpliendo tacos—creo que ya he superado la cincuentena, je,je,je — aunque el ánimo mantenga un aspecto juvenil y algunos, cuando me ven, intenten engañarme con halagos. Llegado a estas alturas, que no a la cúspide, ya no me hablan de bautizos, comuniones o bodas, sino de decadencias. La semana pasada, al lado del Centro Azkuna, me encontré con Julen (el quinto Beatle en mi primera novela “Veinticinco años después de una muerte”), quien me comentó que el día anterior había visto en un periódico local la esquela que anunciaba la muerte de Don José.

Fue el mejor profesor que he conocido y del que más cosas recuerdo: cursaba segundo o tercero de bachiller y, como era bastante vaguete, mis padres decidieron que unas clases de refuerzo no me vendrían mal, por lo que me inscribieron en una academia de la calle Recacoeche, cerca del instituto donde estaba matriculado y también de mi casa. Don José era un educador peculiar: siempre vestía con traje y corbata oscuros; era tan delgado como una raspa de pescado; y tenía una de las voces más atronadoras que he oído. Lo más significativo del profe era que siempre tenía un Chesterfield sin filtro entre los labios, lo que nos producía un rechazo intolerable cada vez que escupía las hebras rebeldes. ¡Aquellos tiempos en que estaba permitido fumar en todas partes!

Una tarde de verano, con las ventanas abiertas por si se despistaba alguna brisita, el torpe de la clase—lo llamaré Jorgete— se sintió gracioso y le pidió a Don José un cigarro para fumarlo cuando acabara la clase. Éste, sin pensarlo, le dijo que se acercara y cuando lo tuvo a su lado extrajo un pitillo y le dijo que lo fumara allí mismo. A Jorgete le pareció bien y se lo llevó a la boca esperando que él prendiera una cerilla. Nunca encendió el fósforo pero el cachete que le dio—una buena hostia, mejor dicho—lo oyeron hasta en las aulas colindantes. Seguidamente, Don José recogió el cigarrillo que había caído al suelo, entre la tercera y cuarta filas, y se lo fumó sin que nadie dijera una palabra hasta que apagó la colilla en el cenicero; entonces pronunció la palabra clave como cada vez que pretendía castigarnos: dictado.

Cada lunes, empezaba la clase de Lengua con un dictado cuyo comienzo, a fecha de hoy, recuerdo y nunca olvidaré: “Allá en La Haya había una hermosa aya con una pelota de haya…”. Fue un reto durante todo el curso, pues no había modo de acabarlo sin cometer alguna falta. También nos daba Latín y recuerdo el “Ego volo manducare pane”, que fue la primera frase que aprendí. El transcurrir del curso demostró que era la persona idónea para transmitir los conocimientos que mis padres esperaban y, por supuesto, se reflejó en las notas finales y durante el resto de mi vida.