Acodado en una de las mesas de la terraza del bar La Mariña, en la localidad lucense de Burela, contemplo el ondulante mar bajo la luz mortecina de nubarrones anunciadores de próximos crujidos. Llegué hace tres días con el propósito de pasar unos días tumbado al sol y poner en orden algunas de las ideas que me apabullan últimamente. A lo segundo voy dándole solución poco a poco, pero tomar el sol ha sido imposible, ya que no recuerdo haberlo visto por aquí.
Para suplir los momentos de playa, he descubierto una preciosa e incomparable senda peatonal de piedra labrada a lo largo de la costa, de unos cuatro kilómetros de longitud, desde donde se puede apreciar como se besan el cielo y el mar, solo interrumpidos por el paso de algún velero con rumbo incierto.
Tres días, tres paseos y, al tercer día lo he visto. En una de las curvas, mediada la senda, entre el paseo y el mar, hay una pequeña roca sobre la que han colocado una peana de granito,, y sobre esta, una cabeza de bronce, representando a un hombre de unas cuarenta primaveras con nariz aguileña, amplios pómulo, mentón prominente y poco pelo. En el centro del pedestal, con letras pequeñas y correctamente labradas, puede leerse «En memoria de D. Ramón Lourido López, que fue edil, pescador e hijo ilustre de estas tierras y perdió la vida en este lugar, por un mal golpe de la mar».
Estaba echándole un último vistazo al conjunto cuando se detuvo a mi lado un lugareño, quien tras averiguar que no era de los alrededores me propuso, si disponía de unos minutos, contar la historia de aquel golpe de mar, a lo que le expuse mi disposición. Nos sentamos uno al lado del otro en un banco de los muchos que hay y comenzó su explicación: «Todo ocurrió hace un par de años, D. Ramón había sido elegido concejal en las últimas elecciones y cumplía con su labor a satisfacción de sus electores. A diario, después de su jornada en el Ayuntamiento, venía a pescar brecas. Siempre se le veía sobre esa roca, donde está su recuerdo y era extraño el día que no llevaba la cena a casa. Su madre se encargaba de cocinar el pescado, pero un fatídico día, una inesperada galerna con tremendas ráfagas de viento levantó el mar de tal modo que, al siguiente día, apareció el cuerpo de D. Ramón, sin cabeza, a varios metros de aquí. Se cree que una pérfida ola lo empujó contra el saliente de la roca, decapitándolo. Nunca encontraron la testa, porque dicen que la mar siempre se cobra su tributo». El hombre, tras acabar la explicación, se levantó y se alejó camino del pueblo, con paso relajado.
Los dos días siguientes transcurrieron bajo constantes aguaceros y un mar enfadado que contemplaba desde el ventanal del hotel, hasta que la tregua de la tarde posterior me permitió un anhelado paseo por la senda. Al llegar a la curva vi que el pedestal que aguantaba la cabeza de D. Ramón había sido arrancado de cuajo y sus trozos esparcidos por los alrededores, pero su cráneo había desaparecido, lo que me hizo recordar las palabras del burelés. Una vez más, el mar se había cobrado su tributo.