Un real decreto del 9 de marzo del año 2001 acabó con doscientos años de servicio militar obligatorio. A mi, como al resto de niños, el padre y los abuelos me relataban aquellas hazañas que, a falta de guerras, vivieron entre campamentos y cuarteles y de las que se sentían orgullosos. Siempre que oigo hablar de escaramuzas veo al yayo Manuel sentado en el escaño —su brazo sobre mi hombro y el Ideales a medio consumir entre sus gruesos labios—, explicándome, una vez más, la novatada que le hicieron a los que comenzaban la formación pocos días antes de licenciarse. Siempre acababa invariable con la misma frase: «Todos debéis ir a la mili para haceros hombres». Sin embargo, mi padre, a pesar de contarme otras anécdotas más o menos militares, me inculcó la idea de que la mili era la mayor pérdida de tiempo que había conocido.
Y claro, como todo llega y todo pasa, también a mi se me acercaba el momento de vestirme de guerrero. Para entonces, había dejado aparcados temporalmente los estudios y trabajaba en un céntrico hotel de Bilbao. No obstante, la suerte es influyente y en esa época se fijo en mi. Sucedió cuando un afamado traumatólogo me recibió en su consulta para tratarme un ligero dolor en una articulación. Le comenté la proximidad de la incorporación a filas y me extendió un certificado con el que presentar una alegación en el cuartel correspondiente, lo que hice con premura, A los pocos días recibí una respuesta: debía trasladarme al hospital militar de Burgos a la semana siguiente con la finalidad de pasar una prueba ante un tribunal médico.
Fueron tres horas interminables de viaje en tren y un largo paseo desde la estación hasta el mal llamado hospital, pues era un cuartel como otro cualquiera de la época. Nada más llegar, un cabo, o teniente, o capitán…en fin, un hombre vestido de militar y con insignias en las hombreras cuyo significado nunca llegué a entender me dijo que el tribunal me recibiría tres días más tarde y que hasta entonces me buscase la vida y que no estorbara. Eso si, tenía la obligación de comer y dormir dentro de esos muros.
El barracón era enorme, calculo que habría unas doscientas literas dobles, pero ocupadas unas veinte, todas en la parte superior. La tarde transcurrió con normalidad; “La gangrena”, libro de Mercedes Salisach me mantuvo ocupado hasta la hora de la cena. Fue a partir de las diez, hora en que se debía guardar silencio hasta las siete de la mañana siguiente, cuando empezó un festival que jamas hubiera imaginado. No habría transcurrido una hora cuando uno de los pacientes (creo que los puedo llamar así, pues estaban en un hospital, aunque fuera militar), que estaba un par de literas más a mi derecha, en el que ya me había fijado con anterioridad pues llevaba un mono rojo de arriba abajo, comenzó a dar saltos en la cama, haciendo gestos de mandril y vociferando como lo haría Chita la de Tarzán, pero a grito pelado. Me incorporé y comprobé que el resto de compañeros no se inmutaban, por lo que deduje que estaban acostumbrados a ese espectáculo. Pero fue solo el principio, pues con inmediatez, el paciente de la litera situada a mi izquierda, comenzó a arrancar los muelles del somier y lanzarlos al que gritaba, aunque volaban en cualquier dirección y si te tocaba era brecha segura. El resto comenzó a dar palmas al unísono, animando el cotarro que duró hasta que el loco del mono rojo cayó exhausto de tanto ejercicio. Tres noches, una tras otra, aguanté en medio del fuego cruzado. A la cuarta noche me cambié de litera, lo más lejos que me permitieron, aunque los gritos llegaban hasta allí y ni escondiendo la cabeza bajo la manta se aquietaban.
Tras pasar el reconocimiento médico me concedieron una prórroga de un año. Transcurrido ese tiempo debía incorporarme al destino asignado, pero un mes antes de la fecha señalada recibí otro comunicado con el que me otorgaban lo que denominaban “excedente de cupo”, así que jamás perdí tiempo, como me recordaba mi padre.