01/03/2022 El personaje inesperado

Es media mañana de un día entre semana del mes de febrero, con un pertinaz sirimiri que cala a los viandantes que no están familiarizados con él. Estoy sentado en la terraza de la cafetería Larragan, en una de las zonas más concurridas de Bilbao, donde acostumbro a degustar un pintxo de su preciada tortilla que acompaño con un martini rojo frio con dos rodajas de naranja, mientras espero a que mi compañera aparezca tras realizar la compra de unos trapitos en una tienda cercana.

Disfruto de una crónica sobre el último partido del Athletic Club en uno de los periódicos locales, cuando por el rabillo del ojo detecto movimiento a mi lado. Elevo la mirada y veo a un hombre de mediana edad, ataviado con un traje azul marino con apariencia de dos o tres tallas por encima, sombrero de fieltro deslucido y zapatos oscuros con ribetes de humedad en las punteras. Lo más sorprendente es que lleva las mangas de la chaqueta dobladas hacia afuera y sujetas, en toda su extensión, por grapas.

Se sienta a mi lado sin solicitar permiso y me extiende la mano presentándose como Mikel Badiola. Sin dejarme hablar comenta que no está ahí para pedirme nada sino para ayudarme. Esbozando una ligera y dúctil sonrisa me espeta que quiere ser un personaje de mi próxima novela. Le observo con extrañeza y le respondo que soy yo quien elijo a los protagonistas. Ante su insistencia, le conmino a que me cuente algo de su vida por si descubriera algo interesante, o bien que dejase libre la silla. Me miró sin pestañear, como agradeciendo la oportunidad, cruzó las manos sobre la mesa y soltó que de pequeño, en el caserío de piedra, donde vivía, entre los huecos de las paredes exteriores anidaban multitud de arañas, entre enrevesadas telarañas, donde él depositaba las moscas que había cazado y desprovisto de las alas. Le encantaba ver como los arácnidos las arrastraban a su interior para dar buena cuenta de ellas. También recordaba que cogía las cucarachas despistadas que se acercaban a la casa para meterlas en cajas de cerillas, porque disfrutaba con los gritos y otros sonidos que emitían al prenderles fuego. Le aseguré que en el manuscrito que tenía entre manos no cabían pasajes de sadismo pero, en vez de desanimarse, se irguió y, colocando su mano sobre mi hombro, afirmó que también podía ser asesino o, incluso, aceptaría ser liquidado por otro personaje o por una banda de malhechores que quisieran anular cualquier rastro que pudiera incriminarlos. No se trata de una novela negra, ni quiero que haya muertes, repliqué con la esperanza de que se diera por vencido y abandonara su propósito, aunque algo me decía que no cejaría en su empeño. Bueno, olvide lo que le he dicho, porque también podría enamorar o enamorarme, engañar, odiar y hasta sufrir; por lo tanto, no podrá decirme que no. El rol, aunque no sea el principal, tendrá que concedérmelo, sin mencionar que mi nombre es muy novelesco. ¿Le he convencido?

Mi esposa llegó con un par de bolsas y permaneció perpleja unos segundos ante aquel individuo desastrado que ya se despedía y que, antes de alejarse, me indicó que continuaríamos la conversación en otro momento, sin necesidad de que yo le buscase, pues afirmó que él me encontraría.

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