15/01/2021 El pueblo que perdió el alma

Nací en un pequeño pueblo de Castilla, coincidiendo con el equinoccio de otoño de uno de los últimos años de la década de los cincuenta del siglo pasado. Allí viví pocos años, y siendo niño mis padres, como otros muchos, emigraron al País Vasco en busca de nuevas oportunidades, como les oí decir en varias ocasiones.

Muchos son los recuerdos de aquellas lejanas andanzas que se han extraviado entre las tinieblas del tiempo, pero aún regresan a mi mente algunos recuerdos dichosos, como aquellas visitas al abuelo Manuel, siempre sentado en su escaño, que ponía su mano en mi hombro y juntos contemplábamos el fraile del calendario que anunciaba la llegada de las lluvias. Tampoco olvidaré aquel seis de enero en que los reyes magos me trajeron un aro, hecho por mi padre, con el que me pasaba las tardes calle arriba y calle abajo. Me acuerdo de acompañar a mi amigo Higinio hasta la cuadra donde los chotos recién nacidos me hacían cosquillas en las manos con la lengua, pues aún carecían de dientes. Y de acercarme hasta la orilla de la laguna grande, desde donde lanzaba piedras planas y contaba las veces que estas saltaban sobre el agua. Sin olvidar, a pesar de la poca edad, los tropiezos con el, por mí renombrado, padre Calandrajo; así como los viajes a la capital en el ferrobús con los asientos corridos de madera y el interminable vaivén.

Por aquellos años, la población ascendía a mil setecientos habitantes y todavía podían verse casas construidas con adobes por sus estrechas y alargadas callejuelas. Las mujeres se acercaban a los arroyos para lavar la ropa y la mayoría de los hombres se ocupaban de la agricultura y la ganadería.

Yo era demasiado pequeño para añorar la vida en el pueblo tras llegar a una gran ciudad donde todo resultaba atractivo. Al poco tiempo de llegar ya formaba parte de una cuadrilla que aún conservo. Desde entonces, lo único que me unía a mi niñez eran unos días, durante los veranos siguientes, que se fueron espaciando hasta olvidarme casi totalmente. Digo casi porque soy un enamorado de la capital de la provincia y es extraño el año que no me acerco para disfrutar del placer de pasear por sus vetustas calles, apreciar sus incontables monumentos o deleitarme con su incomparable gastronomía.

No pretendo que este relato se confunda con algo parecido a una guía de viaje, sino transmitiros el sentimiento que me atenazó el mes pasado cuando tuve que visitar de nuevo el pueblo para cerrar un asunto familiar. Era casi mediodía cuando llegué al parque que anuncia el comienzo del lugar. Desde ahí hasta donde tenía la cita habrá unos trescientos metros en los que no vi una sola persona. Podéis pensar que fui por el extrarradio, pero no es cierto. Pasé al lado del dispensario, por la calle de las escuelas y muy cerca de la laguna donde recuerdo que siempre había alguien paseando. Simplemente, el pueblo, como todos los demás de la zona, ha perdido el alma. Todos, de un modo u otro, consciente o inconscientemente, hemos logrado acabar con la alegría de ese lugar para convertirlo en moradas sin sujetos, calles sin juegos y personas sin talante.

Camino de la autopista, con un nudo en la garganta y girando la cabeza hasta perder de vista el campanario de la iglesia, pensé que, si alguien, algún día, me preguntara dónde me gustaría nacer en caso de haber otra vida, siempre respondería que, sin duda, en Manganeses de la Lampreana.

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