Como de costumbre, cada uno o dos años, acompañado de mi costilla y mis dos hijas, planifico un viaje de una semana de duración por el centro de la península y algunas localidades de Castilla y León. Esa vez había tocado Madrid, con la finalidad de ponernos al día en museos, obras de teatro y musicales; cochinillo en Segovia; en Medina del Campo, lo habitual, el castillo de La Mota; y por último, un par de días disfrutando del románico en Zamora y su inigualable gastronomía.
Todo estaba transcurriendo con absoluta normalidad y según lo programado, hasta la etapa que nos llevaba a la capital zamorana. Sucedió cuando decidimos parar en Toro, con el propósito de tomar un aperitivo y echar una meadita. La cafetería, en el centro de la villa y al lado de donde pudimos aparcar el coche, tenía una barra larga que iba desde casi la entrada hasta la puerta que daba acceso a los servicios. Del mostrador hasta la pared frontal habría unos cinco o seis metros y, al fondo, media docena de mesas y sillas. Eran las dos y media de un martes, hora en que los parroquianos ya se habían recogido en sus domicilios; por ello estaba la cafetería vacía. Solo estábamos nosotros cuatro acodados en el mostrador, ya que la intención era permanecer allí poco tiempo y continuar el camino. Recuerden las medidas que les he señalado arriba porque voy a explicarles, a continuación, lo que ocurrió: entraron dos tipos frisando la treintena y se detuvieron al lado de la entrada. Solicitaron las consumiciones y uno de ellos se dirigió al baño. Cuando pasó a nuestro lado rozó su brazo con nuestros cuerpos, con los cuatro. Nos miramos asombrados, con caras de incredulidad, ya que tenía espacio de sobra para pasar. Cuando salió del aseo volvió a repetir la operación y, entonces, nos reímos un rato. Lo extraño de todo ello es que el joven no mostraba cara de provocación ni de enfrentamiento, como si no nos hubiera visto. La camarera lo había presenciado todo; sin embargo, no parecía inquieta. Una de las hijas soltó que probablemente era normal entre los del lugar. Puede que no me crean pero les juro que lo que pasó a continuación fue cierto: el segundo hombre repitió los mismos movimientos que el otro, tanto a la ida como a la vuelta. Yo no le quitaba ojo a la camarera y, cuando le hice un gesto de lo raro de aquello, se limitó a preguntarme si deseaba algo más.
Ayer, ojeando un álbum de fotos de un viaje a Nueva York, vi una de ellas tomada en la Quinta Avenida, en hora punta, donde un enjambre humano pulula sin tocarse y recordé aquel viaje y aquella parada en Toro. ¿Se imaginan a aquel par de impresentables caminando por esa gran avenida? ¿Cuánto tiempo resistirían sin recibir un guantazo o varios? Yo no puedo imaginarlo por más esfuerzo que haga pero les digo, créanme, que el roce no siempre hace el cariño.