Me encuentro en la escalera con mi vecino de piso y me insinúa que agradecería el detalle de pasar a su casa y felicitar a su hijo, que hoy cumple dieciocho años. No soy muy amigo de entrar a casas ajenas, pero esta vez hago una excepción. Todo sea por una buena camaradería vecinal.
Ahí está el chavalote, rodeado de amigos que esperan impacientes a que sople las velas de la tarta para hacerla desaparecer en pocos bocados. Me acerco a él, le pego un buen tirón de orejas y le deseo que entre en la mayoría de edad como mejor pueda o le dejen, que no están los tiempos para elegir. Me mira desconcertado pues no entiende muy bien lo que acabo de desearle y es, en ese instante, cuando veo esa mirada juvenil de querer zamparse el mundo en un par de lances, que me ha recordado cómo celebré yo ese cumpleaños.
Corría, o más bien volaba el otoño del setenta y cinco, cuando José Ramón Echarri, hoy destacado hostelero del Botxo, y un servidor planeamos un viaje a París para celebrar allí mi aniversario. Ambos contábamos diecisiete y, por supuesto, sería un viaje a la aventura. No había espacio al dispendio: iríamos en auto stop hasta la capital gala y permaneceríamos en ella hasta acabar el poco dinero que podíamos llevar.
Salimos de Bilbao el día anterior, tras llenar las mochilas de ropa, los sacos de dormir y toda la comida que encontramos en las neveras de casa, incluida una barra de mantequilla para hacer más jugosos los bocadillos. A las nueve de la noche estábamos aún a las afueras de Burdeos. A esa velocidad tardaríamos en llegar a París tres o cuatro días, por lo que decidimos tomar un tren al día siguiente. Esa noche la pasamos en una cuneta, detrás de una gasolinera, contemplando las estrellas fugaces.
Nada más llegar a la Gare d’Austerlitz tomamos el metro hasta un albergue, donde nos acomodaron en una habitación con otros seis chavales de distintas nacionalidades. Aireamos las mochilas y , Oh my God, la barra de mantequilla se había derretido con el calor y tuvimos que tirar la mitad de la ropa. Todavía conservo aquel pasaporte con una mancha en todas sus páginas. Era mediodía y el hambre aporreaba con insistencia nuestros cuerpos, así que encendimos el infernillo para calentar un bote de lentejas. La llama no había rozado la lata cuando entró la señora de la limpieza, con un truja en la boca a medio consumir, y nos requisó el aparato. A la mañana siguiente, la ilusión por ver la Gioconda nos hacía aligerar el paso por los jardines de Las Tullerías, y cuando llegamos al Louvre comenzaba a caer una fina lluvia. La Victoria de Samotracia nos fascinó, pero la sala donde reposa la dama de Leonardo se encontraba, durante toda la semana, cerrada por trabajos de mantenimiento. Al día siguiente, fuimos hasta la Torre Eiffel, pero claro, llegar hasta arriba en ascensor costaba demasiado, por ello decidimos coger tiques al primer piso, caminando por supuesto. Llegamos exhaustos para ver muy poco. Las escaleras eran pesadas y la distancia al suelo no era mucha.
Pensarán que vaya viaje más desastroso, pero no fue así. Íbamos de aventura y estuvo lleno de peripecias—otras quedan para más adelante—, y gracias a todo eso hoy lo recuerdo como si hubiera ocurrido hace unos meses. Por todo ello, salí de casa del vecino diciéndome que ojalá el chaval pase un día que pueda recordar el resto de su vida.