Ocurrió hace tan solo unos días. Presentaba mi novela “Veinticinco años después de una muerte” en la sala de actos municipal de Abando, en Bilbao, donde no faltaron mis amigos del alma. Esos amigos que conservo desde la infancia, con quienes sigo llenando el zurrón de nuevas experiencias y que, desde entonces, sé que continuaremos unidos hasta que la muerte nos separe.
Una vez concluido el acto y tras haber firmado un montón de ejemplares, alguien sugirió en voz alta —Vamos a celebrarlo a la bodeguilla—. La verdad es que nos hace falta muy poca cosa para estar juntos y disfrutar de la noche, por lo que siempre celebramos cualquier asunto. Lo que sea. Después, que nos quiten lo disfrutado.
La bodeguilla estaba a la vuelta de la esquina. Siempre había estado allí. Contaba con ocho o nueve años, si no recuerdo mal, cuando mi padre me llevaba a menudo, pues vivíamos cerca, a merendar un bocadillo de bonito con divisa y una Mirinda mientras él tomaba un pequeño porrón de clarete. Recordaba las grandes pipas que hacían las veces de mesas, junto a un altísimo mostrador donde me resultaba difícil llegar. Aunque lo que más añoro es el aroma a vino y el suelo cubierto de serrín, para no resbalar con el líquido que se derramaba al pasar el caldo desde los toneles a los porrones.
Éramos una veintena e hicimos un corro grande, alrededor de una mesa. Ya no había barricas, ni serrín en el suelo, ni Mirinda; pero Liliana Alida pidió media docena de porrones, tres de tinto y tres de clarete. En ese instante empezó el jolgorio: ¿Quién va a ser el primero en beber? ¿Quién lo hará sin mancharse la ropa? Decidí no ser yo, por dos razones: Porque nunca lo había hecho bien, y por ello siempre bebía por la boca ancha, y la segunda, porque estrenaba camisa y no quería oír a la parienta, que estaba a mi lado, cuando regresáramos a casa.
Unos tras otros lo fueron intentando al tiempo que la ropa se iba mojando bien por impericia o porque el gracioso de turno colocaba el dedo entre el chorro. Hasta que uno gritó —¡Josetxu, dale al porrón!—. Entonces, Josetxu tomó con dulzura uno de clarete, lo elevó con maestría camino del cielo y lo mantuvo un buen rato cerca del firmamento. No derramó una gota. Cuando se cansó lo bajó y recibió los elogios del resto, quienes sonrieron boquiabiertos. Si entre veinte personas solo hay una que supera la dificultad, sin duda, hablamos de arte. Josetxu era un artista y tuvo que oír en más de una ocasión, durante el rato que permanecimos allí, —¡Josetxu, dale al porrón!—.