Es posible que fuera el señor que explicaba al adolescente las bondades de la estructura de titanio del museo Guggenheim, o quizá el hombre sobre la bicicleta, con una silla ajustada en la parte trasera y un niño sobre ella, lo que me hizo recordar que dentro de un par de meses se cumplen cuatro años desde que mi padre emprendió un viaje hacia un destino ignoto, sin retorno, de quien solo hablo en escasas ocasiones.
El primer regalo de cumpleaños que me hizo, del que tengo memoria, fue un aro hecho de modo artesanal con un fleje metálico de los que se colocaban en las barricas, lo que me permitió pasar las tardes de muchos días dándole vueltas, calle arriba y calle abajo, por el pueblo donde nací. Otro momento que guardo con entusiasmo, en la memoria, fue la noche en que me llevó por primera vez al extinto San Mamés, al que llaman segunda catedral, aunque para mí sea la primera. Aún tengo presente la agradable sensación que sentí al ver aquel terreno verde iluminado o al cantar aquello de Iribar es cojonudo, cuyo estribillo me acompañó durante algunas temporadas.
Llegaban los meses estivales y siempre tuve en él al mejor confidente para expresar mis aventuras y desventuras veraniegas con las chicas y rematar el estío sin mochilas afectivas. No obstante, uno de los momentos que nunca olvidaré fue el día en que me casé, durante una esplendorosa mañana del mes de septiembre, pocos minutos antes de partir hacia la basílica donde mi futura esposa ya me estaba esperando. Lo llamé, pues como ya he relatado en otras circunstancias, no sabía hacer el nudo de la corbata y él era un experto. Comenzó el ritual, como en otras ocasiones, pero notaba cierto nerviosismo en sus temblorosas manos y tuvo que repetir la operación un par de veces más. «Es que estoy emocionado. Un hijo no se casa todos los días», me respondió tras preguntar por su inquietud. Creo que fue la primera y única situación en que lo vi emocionado.
Años más tarde, la vida nos alejó aunque, siempre que pude permitírmelo, lo visité y prestaba atención a las batallitas que siempre me había contado y que entonces repetía a sus nietas.
Una lluviosa y fresca mañana de otoño mi madre me telefoneó y me instó a que me acercara hasta el hospital donde estaba ingresado. Tan pronto como fue posible, aparecí en aquella habitación ante aquel hombre de expresión risueña. Le tomé la mano y le dije algunas palabras que estoy seguro que no comprendió. Solo hizo un ligero amago de mueca cuando me escuchó pronunciar la palabra papá. La doctora no tardó en llegar y le preguntó de quien estaba acompañado, a lo que respondió que había ido a verle su primo Ildefonso que era una buena persona. No volvió a reconocerme.
Ahora estoy finalizando este relato, tomando un café, sentado en la terraza de la cafetería Lepanto, en la plaza Eguillor, donde pasé una de las mejores etapas de mi vida y, aunque no sopla el viento, noto que alguna arenilla me ha entrado en los ojos. O quizá, no sea eso.