Nueve menos cuarto de la mañana del día de Navidad. Las primeras luces del día van ganando espacio a la sombría y lluviosa noche más esperada y deseada del año. Me he propuesto llegar caminando hasta la parte vieja de la ciudad y volver a mediodía, con la finalidad de sentirme el rey de la urbe, pues imagino que el resto estará aún en brazos de Morfeo o disfrutando de un suculento almuerzo tras una noche comprometida con el comercio y el bebercio.
Camino en silencio y es silencio todo lo que me rodea. Siento las miradas frías de los Papás Noel de trapo que cuelgan de muchos balcones y que se revuelven ante la brisa heladora del invierno como si tuvieran vida. Cuando llego al centro de la ciudad el transito ha aumentado y son varias las personas con las que me cruzo.
En una esquina, frente a la plaza Mayor, bajo los despachos de la notaría, hay una sucursal bancaria cuya puerta siempre está abierta por albergar un cajero automático. Bajo éste y cubierto por largos cartones que dieron cobertura a electrodomésticos de última generación se adivinan los cuerpos de dos personas que duermen con placidez, o al menos lo aparentan, sin importarles que algún cliente quiera extraer sus ahorros. ¡Qué paradoja! Aquellos que pueden desalojarte de casa por no poder hacer frente a la hipoteca, más tarde te ofrecen sus estancias para que no tengas que dormir bajo un puente. Posteriormente, pasé por otras tres agencias y vi que estaban todas ocupadas.
Más adelante, en la confluencia de dos calles que permiten tráfico un par de horas cada mañana para que los repartidores puedan desempeñar su trabajo (aunque hoy es festivo), un coche llega a toda velocidad y tras hacer un movimiento violento, se escucha un golpe seco y desaparece del mismo modo que se presentó. Es entonces cuando veo a un desdichado pastor alemán que se arrastra lastimosamente, con algunas entrañas fuera de su cuerpo, dejando un rastro de sangre sobre el asfalto. Un niño de unos siete años agarrado con fuerza al brazo de su madre llora con desespero mientras el can deja de respirar sobre el alcorque de un magnolio. “El puñetero Murphy tenía razón y ese niño lo recordará toda su vida”.
Decido volver al calor y seguridad del hogar, poner un vinilo de villancicos y leer un rato para olvidar lo visto, cuando al cruzar por un paso con semáforo alguien me saluda con un brazo como si fuera el aspa de un molino de viento. Me está dando paso. Es un hombretón de casi dos metros, vestido con un traje deshilachado y lleno de lamparones. En la cabeza luce un sombrero de papel hecho con páginas del diario local del día anterior y se ve que no caminaría erguido ni tres pasos seguidos. Es un festival ver como mueve los brazos sin ton ni son, al tiempo que los pocos vehículos que pasan por allí tratan de esquivarlo. Se acerca un coche celular que se detiene a su lado. Se apean dos policías y tratan de que el hombre entre en razón y se vaya a dormir la mona. Éste se revuelve contra ellos y —creo que no tenía intención— da un manotazo a uno de los polis, que cae redondo al suelo. Sin pensarlo, el compañero le coloca las esposas, lo introduce en el celular y desaparecen a todo trapo.
Abro la puerta de casa y me pregunto en que se diferencian las fechas de Navidad de las del resto del año.