15/02/2020 – ¡Para que aprendas!

Acostumbro a caminar unos diez o doce kilómetros diarios, si el tiempo no me lo impide, a través de un paraje espectacular, escoltado por robles que ya han tirado sus hojas, eucaliptos cuya penetrante fragancia me recuerda a bálsamos curativos y jóvenes coníferas diseminadas por aquí y por allá.
Lo hago para mantener en forma este cuerpo serrano que me dieron mis padres y que yo intento tener equilibrado, dentro de un orden. También, porque esas horas de caminata sirven para ordenar las ideas que han ido llegando de manera incontrolada.
El sábado pasado, cuando aún no se habían desprendido las gotas de rocío de la hierba, pulcramente recortada, y el frescor de la mañana hacía mella en la pocas zonas descubiertas de mi cuerpo, llegaba a la altura de la primera fuente. Un chorro ingente salía de sus entrañas, dando a entender que el deshielo había comenzado en la parte alta de la montaña, perdiéndose ladera abajo, para desembocar en los sumideros de la carretera que lleva a la ciudad. Ese día no había mucha gente, aunque los fines de semana el tránsito de personas suele ser bastante dinámico, ya que familias enteras acostumbran a pasar la mañana con todo tipo de artilugios. Me refiero a patines, bicicletas, patinetes eléctricos que se te cruzan y tienes que estar al loro para no acabar en la cuneta.
Fue ese día, un tramo más allá del manantial, en una larga recta. Delante de mí, caminaba un señor de mediana edad, bien pegado a la margen derecha, con seguridad, sabiendo que va con el ritmo adecuado y por el lado idóneo. Cincuenta metros más lejos, en dirección contraria, se acercaba a nosotros un joven de unos treinta años, ataviado con pantalón corto de deporte, sudadera con colores fosforescentes, auriculares en sus orejas y por la misma orilla, con apariencia de no querer abandonarla.
Me sitúo en el centro de la pista para ver mejor lo que pueda ocurrir. Los dos con la mirada en el cielo. Tengo la impresión de que ninguno va a ceder un centímetro. Ahora están a veinte pasos uno del otro y miran al suelo. Y sucede lo inevitable: Ambos realizan una pequeña maniobra de quererse apartar, pero ya es tarde. Chocan con la fuerza de dos miuras y se oyen dos quejidos. Los dos se frenan y el que iba delante de mí le dice al otro que debe ir por la derecha, tal como rezan los carteles que hay al principio del recorrido —continuando su camino—, pero el que venía de frente le responde que es tonto del culo.
Entonces, el otro, que lo había oído, da media vuelta. Llega hasta donde se había detenido el joven y le arrea dos castañas que lo deja temblando, teniendo que agarrarse a una farola que hay al lado, mientras el iracundo, con el índice extendido le dice «¡Eso para que aprendas!».
Saqué dos conclusiones de aquel acontecimiento: “El agravio no sale gratis” y “La exacerbación y la violencia están ocultos en algún nucleótido de nuestro ADN”.
Algunos días más tarde, en el mismo trayecto, me crucé con el violento. Al llegar a su altura me aparté con sutileza, pues caminaba por su izquierda.

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