Desde una de las terrazas de la plaza del Comercio, en la capital lusa, admiro cómo se confunde el final de la tierra con la llegada silenciosa del oleaje del estuario. Las últimas luces de la tarde me han abierto el apetito y estoy degustando un bacalhau no forno guarnecido que me recomendaron mis hijas tras uno de sus innumerables viajes y, como siempre, con acierto.
Ha sido un día repleto de emociones, desde que llegué a los jardines del Palacio da Pena y me desorienté—tras sufrir los constantes frenazos del autobús por no salirse del virado camino plagado de alfombras otoñales—entre azaleas, rododendros, camelias y helechos, hasta el instante en que un cuidador del recinto me conminó a volver sobre mis pasos, pues la zona visitable acababa allí.
La primera impresión al llegar al edificio palaciego fue decepcionante. No porque esperara algo diferente a lo que es, sino por comprobar cómo los muros exteriores, pintados con colores llamativos, anunciaban el tiempo que llevaban sin ser atendidos, con desconchones por diestra y siniestra. Dicha sensación se convirtió en dulce agitación cuando pasé bajo el arco morisco que da paso al interior, tras arrinconarme para dejar paso a todo un colegio de Dios sabe dónde, pues fui incapaz de adivinar la procedencia de aquel estridente idioma.
Una vez dentro, como hay tiempo para todo, tomé asiento en una repisa del esplendoroso claustro y me dediqué a contemplar a las personas que por allí pasaban. Fue entonces cuando me di cuenta de como había cambiado, de unos años para acá, el modo en que nos comportamos cuando salimos de viaje con el propósito de admirar las maravillas que hay en muchos lugares. ¿Recuerdan cuando íbamos a la aventura—siempre he creído que un viaje se convierte en aventura en el momento que nos ponemos en camino—con una cámara fotográfica colgada del cuello? Primero admirábamos las maravillas y seguidamente tomábamos las fotografías que luego debíamos rebelar, acabando después muchas de ellas enmarcadas sobre el mueble del salón o adornando la mesita de noche.
Pues bien, después de estar casi media hora viendo el comportamiento de los centenares de personas que desfilaban ante mis canas, he llegado a una conclusión que quizás ustedes ya imaginan. Puedo apostar con quien quiera, sin miedo a perder, que la mayoría de los turistas que hoy día se mueven por cualquier parte no se enteran de lo que tienen delante de sus ojos, y que no sería extraño que afirmasen no recordar su visita a este palacio o a cualquier otro lugar días después de haberlo recorrido. ¿Por qué digo esto? Pues porque he constatado que ahora, esos turistas, con el móvil en ristre como si fuera un apéndice de la mano, solo se preocupan de que el enfoque sea el correcto y, a continuación, buscar el cartel por donde tienen que continuar el recorrido y el rincón donde obtener la siguiente toma. Es decir, únicamente ven las obras de arte, la arquitectura o lo que visiten a través de la pantalla. A esas personas, yo les diría que en cualquier librería pueden encontrar guías de viajes y libros ilustrados con unas fotografías de calidad indiscutible que van a superar con creces las tomas que ellos puedan hacer. Y no me digan que la intención es retratar a quienes nos acompañan o a nosotros mismos, porque la mejor vivencia de un viaje es la que queda impresa en nuestra memoria, aunque para ello sea necesario fijarse en todos los detalles, como debe ser.