Cuando emprendo un viaje, acostumbro a ser muy estricto en la elección de los lugares donde voy a comer. Rara vez salgo de casa sin haber reservado una mesa en aquellos restaurantes que ya conozco o cuyas reseñas en internet —excelente herramienta—me llaman la atención.
Eso era precisamente lo que estaba haciendo—localizando locales para la próxima salida—entre diversas páginas de la red, cuando me acordé de un desdichado fin de semana de hace unos años en una comunidad autónoma lindante a la que habito. Bueno, debo matizar que todo resultó gratificante excepto la manduca, sin tener previstos ni comedores ni horarios.
Recuerdo que era pleno verano y la temperatura estaba en consonancia con la época, por lo que decidí aprovechar las encantadoras playas que hay en la costa sin preocuparme de relojes, visitas guiadas o carreras para llegar a unos u otros lugares que conocía sobradamente. Esa mañana transcurrió con normalidad: paseo por la arena cerca del dominio de las olas, chapuzones para aliviar el bochorno, vuelta y vuelta sobre la toalla del hotel y algún acercamiento al chiringuito.
Apenas había desayunado y el hambre, poco a poco, se iba adueñando de mis pensamientos, por lo que decidí acercarme hasta un restaurante que había cerca de la playa, cruzando la carretera que en ese momento estaba abarrotada de coches intentando avanzar. Me había fijado en él al llegar puesto que tenía un llamativo letrero anunciando paellas de todo tipo, que era lo que ese día me apetecía. Me acomodaron en una mesa cercana a una enorme cristalera desde donde se contemplaba parte de la ría, pero sin aire acondicionado que pudiera mitigar el calor. Hasta el momento de tomarme nota fijé la vista en el resto de comensales, quienes daban buena cuenta de exquisitas viandas. Pedí una paella de marisco que me sirvieron con extrema rapidez deseándome que disfrutara de ella, lo que interpreté como una ironía, pues se componía de arroz con algunos bivalvos y profusión de pequeños trozos de patata cocida. ¿Paella con patatas? Llamé al responsable en busca de una explicación que me lanzó de carrerilla, como si la tuviera ensayada y se la demandaran a diario: por dos razones—me explicó—, la primera porque es una receta muy particular y única de nuestra cocinera; y la segunda, por ensalzar el tubérculo que tantas vidas salvó en nuestra tierra durante la guerra civil. Permanecí perplejo unos segundos, pues esperaba cualquier contestación menos aquella, y le respondí que en algún sitio había leído que en esa zona, también el marisco evitó mucha hambre, y yo veía muy poco de él en esa paella.
Pudo haber quedado como una simple anécdota pero, al mediodía del siguiente día y antes de llegar a una cala que me habían recomendado, detuve el vehículo en un restaurante de carretera— uno de esos donde antes se decía que era bueno o malo dependiendo de la cantidad de camioneros que parasen en él— y accedí con la certeza de que no volvería a repetirse lo de la anterior jornada. Estaba hasta la bandera y una amable camarera me acondicionó una esquina de la barra donde no tuve inconveniente en llenar la barriga. No pretendía pasar mucho tiempo allí, por lo que tras escuchar lo que podían servirme me decanté por un trozo de empanada de anguila y otro de berberechos. La de anguila estuvo deliciosa, pero al echarle el diente a la otra, pegué un salto que casi alcanzo el vetusto ventilador de techo que giraba con dificultad. Extrañado, abrí la empanada y me encontré al menos una docena de berberechos con sus conchas. ¿Debo protestar de nuevo y pedir explicaciones, o estoy equivocado? Ustedes los forasteros—me decía la amable camarera mientras limpiaba copas de vino con una bayeta—deben ser más humildes y aprender las costumbres de aquí en vez de protestar por cualquier memez. No respondí, separé las conchas y la terminé sin levantar la mirada hasta que salí.