01/06/2020 Una sensación extraña

Vivo más cerca de las afueras que del centro de la ciudad, y frente a mi casa principia un parque, no muy extenso, pero idóneo para pasear o correr. Vegetación compuesta, sobre todo, por robles, cedros y alguna robinia huérfana da escolta a la pista de asfalto que serpentea desde un punto cardinal hasta los otros. No es habitual que esté muy concurrido, excepto en verano, cuando los apasionados del sol no dejan crecer la hierba.

Tengo por costumbre -ignoro si será buena o mala- salir a ejercitar el cuerpo a diario. No lo hago a primera hora de la mañana como la mayoría de las personas, sino a última hora del día, tras una cena frugal y aparentemente sana, cuando la noche se convierte en reina del silencio y los mortales permanecen parapetados entre pantallas de led, hojas garabateadas o intentando que algún pequeño se decante por el descanso cuasi eterno.

Anoche no se veía la luna. Un manto ceniciento de largas extremidades se empeñaba en arroparla, mientras un leve sirimiri comenzaba a mostrarse entre la luz tenue de las escasas farolas que bordeaban la arboleda y el resplandor que escapaba de las moradas cercanas.

Comencé, como siempre, por la zona alta, para ir descendiendo y, al final, volver a subir. No son grandes desniveles, pero las piernas, a veces, protestan. Conocía el recorrido a la perfección y, a pesar de haber recovecos sombríos, nunca tuve problema para seguir adelante. La noche era fría y el chubasquero que vestía no impedía que la humedad se fuera apoderando de mí. Solo había una manera de no sentirla, así que aceleré el ritmo. Todo iba bien, como cada jornada. Un hombre que paseaba a su perro me saludó sin detenerse y una jovencita me adelantó sin contemplaciones. Vi como la chica, más adelante, se unía a otro joven que corría en mi dirección. Cuando ambos llegaron a mi altura, el chaval se me acercó y, cogiéndome de un brazo con fuerza, me puso un puñal en el cuello y me arrastró por un pequeño desnivel hasta un lugar, entre árboles, invisible desde el camino. Allí, la chica sacó de su bolsillo una cinta de embalar y me selló la boca; después, logró que juntara las piernas y me las ató a la altura de los tobillos. No entendía nada. Cualquiera podía ver que estaba con ropa de hacer deporte y no llevaba nada de valor. Tenía miedo. Nunca había experimentado algo similar, no sabía cómo reaccionar y cada segundo que transcurría tenía más pánico. El joven no apartaba el puñal de mi garganta, y notaba cómo el acero penetraba ligeramente en mi piel. No hablaban, y por más que gesticulaba, no me atendían. Me mantenían erguido y apoyado sobre uno de los árboles cuando la chica le pidió el arma y acercó su punta a mis ojos. Me quedé inmóvil y empezaba a creer que todo iba a acabar allí sin haberme despedido de lo más querido. Comenzó a calar el cuchillo por mi cara y la herida me produjo un calor insoportable, mientras algo viscoso se deslizaba por mi mentón. Nada de aquello tenía sentido, pero no podía protestar, gritar o moverme. A continuación, ella le dejó el estilete a su compañero, quien se acercó más, mirándome a los ojos con rabia y me lo clavó en el estómago provocando una enorme hemorragia.

Aún no se lo he comentado a nadie, pero me produce mucho desasosiego que las personas con las que me cruzo en la calle no se aparten y me pasen por encima, sin mirar atrás ni disculparse.

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