Aún no eran las diez de la mañana. Sobre la silla de playa, en el arenal de Celorio, al lado de una roca, la toalla con la palabra “summer”. La marea estaba baja, situación ideal para comenzar la caminata habitual. El día anterior había estado lloviendo y aproveché para acercarme a un centro comercial y comprar algunos bañadores y un par de toallas.
Así comencé la mañana, como cada día de verano; pero algo ocurrió que me hizo recordar un tan no lejano día de hace treinta años en A Coruña. Aconteció una jornada lluviosa del mes de octubre y la empresa para la que trabajaba había decidido ofrecer una serie de conferencias por todo el país y a mí me tocó organizar la de esa localidad. El ponente era Roberto Verino, el afamado diseñador de moda, quien tras un comienzo titubeante no tuvo ningún problema para que un público numeroso le escuchara hasta el momento en que decidió finiquitar la charla. A continuación, cenamos en el restaurante de moda, junto al director del diario La Voz de Galicia, el conselleiro de cultura y un par de altos ejecutivos de la empresa. Al finalizar nos trasladaron hasta el polígono de Arteijo, donde están los talleres del diario, para enseñarnos las dependencias. La rotativa estaba en plena efervescencia. Fue entonces cuando se me acercó Verino y me comentó la enorme vergüenza que había pasado en la sala, pues nunca se había dirigido a tantas personas juntas. Le dije que había salido perfecto—como si yo lo hiciera todos los días—y todo había transcurrido como era lo deseado.
Todo lo contrario le ocurre a una señora, frisando la cuarentena, que pasea a su perro husky siberiano, a diario, por la pista finlandesa de Oviedo completamente vestido, de manera que solo se le ve la cara, el rabo y las pezuñas. El resto es todo tela, pero no una tela cualquiera. Diríase que ha visitado todas las tiendas de retales y ha adquirido las más extravagantes. La pasada semana, uno de los días, lo había ataviado con un vestido blanco con corazones rojos y acabado con una cola que arrastraba bajo el rabo, que no hubiera corrompido el sentido de la feria de abril sevillana. Una pareja pasó a mi lado y comentaba la desvergüenza necesaria para saca al can de ese modo a la calle. ¿Cómo se arreglaría cuando el perro tuviera que hacer sus necesidades?
Pero volvamos a la playa. Había contado tres largos, desde las rocas, en un extremo del arenal, hasta la grúa que baja las embarcaciones al agua, cuando alguien puso su mano sobre mi hombro y tras excusarse me lanzó: «Lleva usted colgando la etiqueta del bañador, la gente lo comenta pero nadie se atreve a decírselo. Si me permite yo puedo arrancarla.» Imagínense mi cara de asombro mientras un sonrojo indigno se acomodó en mi cara al agradecer su cortesía.
Fue tal la vergüenza que sentí que volví a casa y no pisé la playa hasta el mediodía del día siguiente, momento en que me crucé con la misma persona del hecho relatado. Me saludó como si fuéramos colegas de toda la vida.